Se sabe desde siempre que son las costumbres las que deben hacer a las leyes y no las leyes las que intenten imponer las costumbres. Pretender que una norma modifique hábitos de vida muy arraigados y culturalmente aceptados por la mayoría de un colectivo social es propio de las dictaduras o de mentes autoritarias. En general, estos decretos fracasan. Las leyes deben buscar ordenar y organizar lo que ya la sociedad ha incorporado a su cotidiano. También tienen que proteger a los más débiles y vulnerables y castigar a quienes atentan contra la seguridad y los intereses de una mayoría previamente consensuada.

La reforma del Código Civil, elaborada por juristas de enorme prestigio, como Elena Highton de Nolasco y Aída Kemelmajer de Carlucci, entre otros notables -aunque desde ahora deberíamos llamarlas Elena Highton y Aída Kemelmajer- e impulsada enérgicamente por el Gobierno nacional, no viene a modificar las familias actuales ni a crear "una nueva familia", como erróneamente están afirmando algunos. Justamente, esta reforma llega para acercar a la letra muerta del Derecho a los usos y costumbres actuales, incorporados por la mayoría a su vida real, y que bastante han cambiado respecto de aquél Código Civil redactado por Dalmacio Vélez Sársfield, aprobado en 1869 y en vigencia desde 1871. Que la fidelidad deje de ser un deber conyugal y el adulterio ya no sea causal de divorcio, no quiere decir que la ley fomente el engaño amoroso, sino que aclara (en realidad transparenta) que el Estado no puede intervenir sobre ciertos actos privados de las personas, y no sólo porque no debe hacerlo, sino porque fracasó cada vez que intentó entrometerse. Si ni siquiera los propios cónyuges pueden ponerse de acuerdo en definir "infidelidad" -y si no, preguntémosle a los llamados swingers- porque cada pareja tiene sus propias y singulares reglas, con más razón no podemos exigirle a un juez que decida lo que ocurre debajo de las sábanas ajenas.

Desde hace décadas se esperaba esta reforma, que es mucho más amplia de lo que aquí citamos (el proyecto tiene 798 páginas), porque no hace otra cosa que actualizar la ley a la sociedad actual, en vez de alejarla cada vez más de los intereses de la gente, como pretenden algunas mentes oscurantistas que quieren imponer preceptos de hace 2.000 años, tiempo en que las mujeres debían pedirle permiso al marido para poder hablar.