Tres consideraciones cabe hacer acerca del Evangelio de hoy. En primer lugar, vemos cómo Jesús interroga a los discípulos sobre la opinión que acerca de su Persona se da entre los hombres: "¿quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?" La respuesta es semejante al resultado de una encuesta realizada con muchas personas: "unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los Profetas". Estas interpretaciones acerca de la identidad personal de Jesús denotan respeto, admiración, veneración por parte de la muchedumbre, que ve en el Señor un enviado de Dios. Sin embargo, ninguna de estas respuestas es acertada. Para saber quién es Jesús de poco valen las opiniones humanas, incluso las de quienes le admiran.

A renglón seguido, Jesús interroga a los Apóstoles: "y ustedes, ¿quién decís que soy?" La respuesta viene de Pedro, que se singulariza entre los Doce, confesando cabalmente: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". El Señor hace ver la suerte de Pedro, que ha llegado a ese conocimiento fundamental no por un discurso exclusivamente humano ("la carne y la sangre") sino por influjo sobrenatural de Dios: "¡dichoso tú, Simón hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado la carne y la sangre, sino mi Padre que está en los cielos". Con estas palabras Jesús indica que la fe es un conocimiento que el hombre puede aceptar o rechazar (en este segundo caso ofendiendo a Dios), porque quien hace ver la verdad de fe no es la inteligencia natural sino la autoridad de Dios que revela.

Jesús en ese mismo momento promete a Pedro una situación única en la Iglesia, que se transmitirá a todos sus sucesores (los Romanos Pontífices): "Tú eres Pedro (piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrocará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".

Uno de los atributos personales de quien ocupa en la Iglesia el lugar de Pedro, es decir, el Papa, es el de ser instancia suprema en cuestiones de fe y moral.

De modo que por especial designio del Señor y por especial intervención del Espíritu Santo, cuando el Romano Pontífice, de una manera explícita, solemne e inequívoca define en cuestiones de fe y costumbres, su definición se llama entonces infalible: es decir, carece de error.