Por Marcelo Damiani
Para LA GACETA - BUENOS AIRES

Su género favorito, sin duda, es el policial. No es casual que en su debut, Simplemente sangre (1984), y sobre todo en De paseo a la muerte (1990), haya fuertes ecos del universo negro creado por Dashiell Hammett y continuado por James M. Cain. Esta tendencia a trabajar con elementos del policial será casi una constante en sus películas, muchas veces desde una perspectiva irónica o sarcástica.
Con su segundo largometraje, Educando a Arizona (1987), van a inaugurar su relación con otro género clásico: La comedia (que va del slapstick y su humor físico a las situaciones disparatadas del screwball de los 30 y 40). En esta veta continuarán con El gran salto (1994), un excelente homenaje al universo cinematográfico de Frank Capra, con reminiscencias del imaginario visual de Brazil (1985) de Terry Gilliam. Los Coen casi siempre van a introducir elementos de comedia, por lo general exagerando rasgos de personajes que devienen caricaturescos.
Barton Fink (1991), su primera cinta inclasificable, es también su primera obra maestra. En esta producción debuta con ellos el gran director de fotografía Roger Deakins, muy importante a la hora de su evolución visual, tendencia que se acentuará con sus films de 2000 y de 2001. La historia de Barton Fink, personificado por un insuperable John Turturro, es por lo general erróneamente interpretada como la de un bloqueo creativo, mientras que en realidad parece aludir a los límites entre la realidad y la fantasía, y subrepticiamente, también, al poder enigmático de las imágenes, sobre todo en esos universos cerrados que a veces les gusta explorar.
Películas de culto
Van a tardar algunos años en realizar su segunda cinta inclasificable: El gran Lebowski (1998). Nadie entendió en su momento esta versión delirante del mundo chandleriano (donde la intensidad de las escenas siempre es más importante que la coherencia de la trama), con un espíritu de musical psicodélico y una banda sonora espectacular, protagonizada por el relajado jugador de bowling interpretado por Jeff Bridges (suerte de hijo díscolo del inflexible Philip Marlowe), cuyo único propósito en la vida es recuperar la limpieza de su alfombra favorita, y holgazanear. Hoy en día es considerada una película de culto (de esas que se disfrutan mucho más la segunda, la tercera o la cuarta vez que se ven), y sus miles de fans suelen reclamarle a los Coen una secuela. Soterradamente, tal vez, es también la prueba de que estos cineastas, como los verdaderos artistas, siempre han estado un poco adelantados a su época.
Al filo del nuevo milenio la dupla va a estrenar su genial adaptación de la Odisea, de Homero: ¿Dónde estás, hermano? (2000). Este musical encubierto, con George Clooney interpretando a un Ulises obsesionado por su pelo, verborrágico y estafador, ambientado en el sur durante la gran depresión, con un gran trabajo de fotografía y musicalización bluegrass, realmente va dar que pensar. ¿Cómo es posible que algo así no se le haya ocurrido a nadie antes? Tuvieron más de 100 años de cine para hacerlo. Era muy fácil, piensa uno al ver los resultados, trasladar la conocida historia de Ulises a un contexto más actual, aunque no demasiado, utilizar las peripecias más interesantes para que nadie se olvide que estamos en un mundo de aventuras, y musicalizarla muy bien para que nadie deje de entender la vieja disputa entre el sonido y el sentido que yacía ya en la base del original homérico. Incluso algunos editores anglosajones (mucho más rápidos que los viejos productores de cine, por cierto), frente al éxito de la película y de su banda sonora, rápidamente usaron un fotograma de Clooney & Turturro para la tapa de una reedición del clásico griego, hoy por cierto bien agotada.
Un año después (¡tan sólo un año después!) van a filmar la que quizá sea hasta ahora su mejor película: El hombre que nunca estuvo (2001). Esta odisea de Ed Crane, un peluquero que quería ser lavandero (según la taimada definición de los Coen), interpretado por el gran Billy Bob Thornton (sin duda en el papel de su vida), fotografiado en un blanco y negro exquisito, es en el fondo una historia sobre el deseo, en la que la confusión inicial, los problemas de dinero y la ambientación socio-histórico-geográfica van a jugar un papel importante (como siempre que se trata de este dúo).
La trama policial, con toques absurdos (como la vida misma), con ecos de las novelas de James M. Cain (y de algunas ideas de Borges), va a flotar sobre un mar de melancolía (quizá el auténtico y profundo pathos de toda su filmografía), cuyo origen tal vez podría situarse en la insuficiencia del lenguaje como medio de expresión. Es por eso que las sonatas de Beethoven, único acompañamiento posible del viaje existencial de Ed Crane hasta su disolución final, son fundamentales para puntualizar el tono emotivo del film, antes de que su protagonista se pierda en ese extraño laberinto del espíritu en el que reina el juego ciego del ritmo, para acentuar que acá, los hermanos, por fin, han alcanzado la perfección.

Lo último

Con Sin lugar para los débiles (2007), donde los vaqueros andan en autos en vez de caballos, y Temple de acero (2010), ambas basadas en las novelas de Cormac McCarthy y Charles Portis respectivamente, los Coen han iniciado su relación con el western, género cinematográfico por excelencia, hoy definitivamente en terapia intensiva. Tal vez acá esté cifrada la explicación de sus últimas películas. Los Coen pertenecen a esa extraña raza de artistas, hoy definitivamente en vías de extinción, que a fuerza de decisiones a contrapelo del mainstream, se han ganado el derecho de nuestra expectativa y nuestro asombro. No importa lo que filmen en el futuro, siempre serán sospechosos de genialidad retrospectiva, y es muy posible que lo que han estado haciendo durante la última década recién sea cabalmente comprendido en la próxima. Ellos saben, como pocos, que el presente está cargado de pasado, pero también de porvenir.
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Marcelo Damiani - Novelista, ensayista,
crítico de cine.