Gustavo Chehuán nació la Nochebuena de 1959. Tal vez porque su llegada al mundo coincidió con una de las fechas más cargadas de simbolismo para el cristianismo, la Navidad nunca fue para él una celebración más. Desde niño, aquella escena que armaba con sus padres, donde el Niño Jesús descansaba entre figuras diminutas, se transformó en un refugio de alegría, serenidad y fe. El pesebre no era solo un adorno, era más bien un lenguaje. “Era mi forma de entender lo sagrado”, dice.

Hoy, a metros del salón principal de actos del Centro Cultural Eugenio Virla, parte de esa historia personal se despliega en una muestra que reúne alrededor de 40 pesebres provenientes de distintos rincones del planeta. Son pequeños altares culturales que hablan del mundo tanto como hablan de él: de su vida, de sus viajes, de sus amigos, de su fe.

Una colección que empezó con un gesto mínimo

En su adolescencia, Gustavo ya era el encargado oficial de armar el pesebre familiar. Enseñaba a sus hermanas y primos cómo disponer las figuras, cómo jugar con la luz, cómo interpretar los colores y hasta cómo acompañar la escena con villancicos. Muy pronto, ese pequeño ritual se convirtió en un criterio estético, casi en una poética: la Navidad como forma y sentido.

Y fue en su juventud que la colección comenzó a tomar cuerpo. Una amiga muy querida le regaló un Belén por su cumpleaños, un pequeño pesebre blanquísimo, mínimo, casi frágil. “Ese fue el primero”, recuerda. Lo pintó y repintó varias veces. Lo rescató cuando parecía perderse. Y hoy sigue allí, exhibido entre decenas de piezas, como un símbolo de fraternidad, afecto y vocación cristiana.

A partir de entonces, cada viaje se transformó en una oportunidad para sumar una nueva pieza. También lo hacían sus amigos, que sabían que regalarle un pesebre era ofrecerle algo más que un objeto. Era la posibilidad de incorporar otra mirada cultural al misterio del nacimiento de Jesús. Así la colección se volvió diversa, abundante, casi un mapa del mundo.

La pandemia y el temor de un legado perdido

Pero faltan piezas. Faltan muchas. Gustavo suele contarlo sin dramatismo, aunque detrás de esa ausencia hay una historia honda. Durante las navidades más duras de la pandemia, cuando la incertidumbre lo atravesó como a tantos, pensó en la posibilidad de morir sin haber dejado nada de su colección como legado. Y entonces empezó a regalar pesebres a familiares y amigos queridos, como quien comparte lo más íntimo antes de despedirse.

ANDINOS. Entre los pesebres de la muestra brillan por su color los que representan al noroeste. LA GACETA/ FOTO DE OSVALDO RIPOLL

Ese tiempo también detuvo el crecimiento de la colección. Hasta que, ya de viaje por la República Checa, descubrió en la Iglesia del Niño Jesús de Praga una sacristía que exhibía pesebres del mundo. La idea lo atravesó. Su colección debía ser compartida, mostrada en algún espacio donde otros pudieran contemplarla. En su casa, por más que las vitrinas los protegieran, solo unos pocos podían verlos.

Ahí apareció un nombre clave: Sebastián Mauricio Gil Olivares, ex alumno, amigo entrañable y comunicador nato. Cuando supo del deseo de Gustavo, ofreció gestionar la muestra. Y así nació la exhibición que, desde este 9 de diciembre y hasta el 15, se podrá visitar en el Virla de 8 a 13 y de 17 a 20.

“Es una riqueza cultural enorme”

Sebastián lo explica con una claridad afectiva: “Es una exhibición que surge de la amistad. Primero como docente, después como compañeros en la fe. Yo había visto algunos pesebres en su casa, pero no imaginaba la magnitud de la colección. Cuando este año me entregó las tres cajas donde los guardaba, recién entendí el valor de este patrimonio”.

DESDE PERÚ. Entre las piezas se encuentra un retablo ayacuchano, una artesanía peruana tradicional. LA GACETA/ FOTO DE OSVALDO RIPOLL

La muestra reúne pesebres realizados en materiales tan diversos como yeso, madera, fibra vegetal, vidrio, metal, semillas, arcilla y hasta corcho. Hay piezas que parecen joyas y otras que conservan las marcas del tiempo. Algunas fueron restauradas por Gustavo; otras quedaron “gastaditas”, como él prefiere, porque en esas grietas se esconde la experiencia de haber acompañado décadas de Navidad.

Hay pesebres dominicanos vibrantes de color, otros centroamericanos que evocan el celeste salvadoreño, miniaturas talladas en piedras de sal de apenas tres centímetros, una figura estadounidense de metal y un moderno nacimiento geométrico que dialoga con las nuevas tendencias. También hay piezas que representan pueblos originarios, elaboradas en fieltro, madera o fibra, y escenas del altiplano que integran símbolos indígenas.

Entre los conjuntos más llamativos están los pesebres en miniatura contenidos en cajas, domos y figuras de vidrio. Uno descansa dentro de un pequeño corazón rojo; otro aparece encapsulado en un domo transparente decorado en dorado. Hay ángeles soplados, escenas diminutas hechas con semillas y piezas que parecen brillar desde adentro.

ARTESANAL. Los pesebres de fieltro son decoraciones artesanales hechas a mano, que utilizan este material textil suave y colorido para representar la escena del nacimiento de Jesús. LA GACETA/ FOTO DE OSVALDO RIPOLL

También destaca un pesebre andino donde la base de la escena es un tejido altiplánico en tonos intensos. Las figuras, con rasgos indígenas y vestimenta típica, convergen en un refugio de hojas secas que resguarda al Niño Jesús. A los costados, llamas y aves hechas en miniatura completan una escena profundamente regional.

Una muestra para contemplar y agradecer

La curaduría, a cargo de la licenciada Andrea Emilse Ferreyra, propone un recorrido simple y cercano. No hace falta saber de arte religioso para disfrutarlo: basta detenerse, mirar y dejar que cada pesebre cuente su historia. La producción general, realizada por Sebastián Gil, forma parte de su primer proyecto cultural integral y también es un homenaje a la amistad que los une.

EUROPEO. En miniatura se destaca un pequeño pesebre tallado en alabastro, una piedra blanca, y compacta que se utiliza en España para realizar artesanías. LA GACETA/ FOTO DE OSVALDO RIPOLL

Para Gustavo, esta muestra es una retrospectiva de vida. “Todos los recuerdos -dice- son acción de gracias”, citando a San Agustín. Y en cada figura, en cada material, en cada mirada del Niño Jesús, hay un gesto de gratitud por lo vivido y por lo compartido.

Nació en Navidad. Y hoy, más de seis décadas después, su colección sigue encendiendo la misma luz. Una luz que ahora, por primera vez, puede ser contemplada por todos.