“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. La frase del Evangelio de San Lucas -proclamado esta mañana, todavía de noche cerrada, en el santuario de La Reducción- pareció encontrar eco inmediato en la multitud que rodeaba el templo. Es el Día de la Inmaculada Concepción de María, claro. Muchos llegaron con los pies mojados, con sus camperas húmedas y el cansancio visible en la cara; otros aún con las manos y pies entumecidos por la caminata. Pero todos, sin excepción, cargaban algo más profundo que el barro pegado a las zapatillas. La fe en una promesa, una súplica o una gratitud apenas susurrada.

Entre ellos estaba Álvaro llegó en silencio. Un joven de El Chañarito, apenas sostenido por el temblor de sus piernas y la mano de un ser querido, que decidió cumplir su promesa de la manera más radical que su fe le permitió. Desde el arco de entrada del santuario de Lules hasta los pies de la imagen avanzó de rodillas, arrastrándose sobre el suelo húmedo que la tormenta de anoche había dejado blando, frío. Cada metro parecía un diálogo íntimo entre él y la Virgen del Valle, un pedido que no necesitaba pronunciarse para existir.

“Es una promesa que hice”, dijo después, todavía con la respiración entrecortada y los ojos brillantes. No quiso revelar el motivo. “Es muy personal”, explicó. Cuando llegó al altar de La Reducción, apoyó la frente contra la base de la urna y cerró los ojos, como si en ese contacto breve pudiera descargar el peso completo de aquello que lo llevó hasta allí.

Su recorrido de rodillas era también el retrato de lo que sucedía alrededor donde se respiraba una incipiente mañana marcada por el barro, la humedad y una fe que desbordaba los límites del cansancio. Las rodillas del joven se deslizaban por un piso que había absorbido lluvia y ahora devolvía un olor a tierra mojada, a miles de huellas, a historias.

En las inmediaciones del templo, las mochilas, las carpas y las mantas  hablaban de cientos de caminantes que, como él, habían llegado con lo más íntimo de sus vidas convertido en súplica.

Una niña en camino

Joel Díaz, de 23 años, a las cinco de la mañana avanzaba por la ruta 38 con una pequeña imagen de la Virgen apretada entre los dedos. “Salí a las 12, cuando paró el agua”, contó, mientras la luz anaranjada de los primeros puestos dibujaba su rostro cansado. Camina desde Alderetes desde hace seis años, pero esta vez su oración tenía un nombre propio: Isabela. “Mi hija nacerá el primero de marzo. Voy a pedir por ella”, dijo, como si decirlo en voz alta fuera un modo de traerla al mundo.

DULCE ESPERA. Joel caminó por más de seis horas para pedirle a la Virgen por el próximo nacimiento de su hija. LA GACETA/ FOTO DE ANALÍA JARAMILLO

El Evangelio repetía “No temas” mientras, sobre el suelo del este provincia, la tormenta de anoche había dejado huellas frescas, como si quisiera recordar a los peregrinos que la historia de esta Virgen también nació de un cielo oscuro.

Un siglo de fe

Cien años atrás -casi a la misma hora en que hoy se celebró la primera misa- un viento feroz se desplomó sobre los campos de La Reducción. Las familias, asustadas por truenos y lluvia, rezaban el rosario para proteger la cosecha. En medio de esa furia, Luis Delgado, un peón que no podía hablar, vio caer una luz junto a un algarrobo. Con un simple cuchillo desenterró la pequeña imagen de la Inmaculada. Era el 26 de noviembre de 1923. Algo de esa escena, ese cielo negro que se abre, se repite cada año, como si la memoria del milagro regresara en forma de tormenta.

Este amanecer, el camino hacia el santuario estaba todavía empapado. En la entrada, el arco celeste y blanco decía: “Felices los que caminan junto con María del Valle”, mientras la procesión humana avanzaba como un río lento. Familias, promesantes solitarios, jóvenes con parlantes apagados por respeto; puestos que hervían café; carpas que resistieron como pudieron la tormenta.

Cultura mariana

Adentro, el templo colmado era un respiro tibio. El mural dorado, los paños celestes, los rostros inclinados. Las manos alzadas, los teléfonos buscando atrapar la escena, el perfume mezclado de flores y cera formaban una atmósfera única.

BENDICIÓN. Peregrinos toman gracia en el santuario de La Reducción. LA GACETA/ FOTO DE ANALÍA JARAMILLO

Las velas ardían como pequeñas historias. Cada llama encendida tenía un destinatario invisible: una salud esperada, una despedida reciente, un agradecimiento sin palabras. Una mujer colocó dos juntas: “Una por los que ya no están y otra por los que vienen”.

Y si algo vuelve única esta fiesta es la llegada de los misachicos, esa tradición que mezcla fe, música y comunidad. Algunos de ellos habían salido de Ingenio Leales el domingo a las 4 y llegaron a Lules a las 19 de ayer. Santiago Ponce, de 25 años, tocaba el zurdo, un tipo de tambor bajo típicamente hecho de madera o metal. “En mi caso, vengo a agradecer”, dijo. Detrás, Mayra Véliz, de 17, cargaba su quena. “Me cansa un poco, pero sé que voy a llegar bien… me siento protegida por María”. 

El misachico -esa “misa pequeña” que parece un puente entre lo terrenal y lo sagrado- vibra distinto esta fecha. Los bombos, las cajas, el sonido que marca el paso, la imagen en andas: una escena tan tucumana que hasta una escultura en la Casa Museo Folclórico intenta capturar su alma. Pero en La Reducción está viva. Es presente.

 A las seis, cuando el sacerdote volvió a leer “No temas María”, el sol comenzó a quebrar la oscuridad. La luz se filtró por detrás del arco del templo, tímida, buscando su lugar entre la multitud. En toda la zona el barro seguía pegado a los dobladillos, aunque como en cada 8 de diciembre, la fe se mantuvo limpia.