Por Walter Gallardo para LA GACETA
Günter Wallraff comenzó a utilizar su método personal de investigación en los años 60 y fue perfeccionándolo a medida que su nombre se hacía más conocido en Alemania y, por lo tanto, también su rostro. Se trata de una suerte de juego arriesgado de interpretación que incluye cambios radicales de apariencia física, de vestuario, y de identidad; simular una nacionalidad distinta si fuera necesario y hasta hablar con un acento desfigurado su propia lengua.
El papel que más ha repetido fue el de obrero en distintas fábricas, aunque hubo otros que compitieron en audacia y riesgo, como si en ellos fuera imprescindible vivir en carne propia el dolor y la denigración de las clases explotadas para transformarlos en una prueba irrefutable de los atropellos del mercado laboral; ese mercado laboral donde la repetida violación de derechos fundamentales y la hipocresía institucional o corporativas dejaban al descubierto una verdadera trituradora de carne al servicio de beneficios económicos cada vez mayores. En paralelo, esto significaba sacudir el hombro e interrogar a una sociedad a la que el progreso y la vida acomodada la volvían sorda y ciega, impermeable al sufrimiento ajeno. Lo tantas veces visto, a fuerza de repetirse, había dejado de ser anómalo.
Inservible para la guerra y la paz
En su catálogo versátil incluiría un vagabundo expuesto al frío despiadado de Alemania, un alcohólico en tratamiento en un manicomio, un cura, un millonario de ultraderecha a quien el general portugués Spínola le pide ayuda para dar un golpe de estado, un chofer de un traficante de indocumentados, un panadero de una gran franquicia, un obrero iraní en Japón o un empleado de un call center dedicado a las estafas telefónicas. Incluso interpretó al tipo de periodista al que detesta, con tal de desnudar a los medios sin escrúpulos, verdaderas factorías de mentiras, termitas de la reputación ajena. Así, con un nombre falso llegó a trabajar durante cuatro meses para el diario sensacionalista Bild Zeitung, el más vendido de Europa. Ese corto tiempo le alcanzó para recoger evidencias de las sucias maniobras con la que el periódico hurgaba en la intimidad de quienes se proponía destruir, con periodistas que en ocasiones se hacían pasar por policías para obtener fotos o grababan ilegalmente conversaciones privadas. El resultado forma parte de su libro El Periodista Indeseable, en el que incluye un compendio de historias. Al comentar esa aventura, Le Nouvel Observateur tituló “El hombre que hace temblar a Springer” (el temible zar de la prensa amarilla alemana). En la crónica lo llamaba “El Robin de los Bosques del periodismo”. El pleito con Springer duró tres años. Finalmente, el Tribunal Federal constató en su sentencia que Bild es “una evolución errónea de la prensa alemana”. Es decir, perdió Bild y ganó “el indeseable”.
Günter Wallraff nació en 1942, en Burscheid, cerca de Colonia. Ha reconocido en numerosas entrevistas que nunca fue un buen estudiante, salvo en unas pocas asignaturas como deportes o lengua. En algún momento, cuando parecía iniciar un camino como librero y pretendía dedicarse a la poesía, fue convocado para hacer el servicio militar obligatorio. “No quería aprender a matar -admitió-, mientras que mis superiores buscaban quebrar mi voluntad”. Pero su falta de disposición y destreza para aprender el oficio de soldado hizo que lo expulsaran con un certificado que ratificaba su inoperancia: “No sirve ni para la guerra ni para la paz”. En la calle y sin trabajo, decidió que empezaría a disfrazarse.
“Así fue el modo en que se inició este juego de personalidades”, confesó.
En sótanos de Alemania
Entre todos, quizás su trabajo más destacado por su repercusión pública y el peligro que encerraba fue transformarse en Alí, un inmigrante turco. Era 1983. Ya con varios reportajes reconocidos y premiados, comenzó por poner un anuncio en los periódicos de mayor tirada ofreciendo sus servicios. “Extranjero, fuerte, busca trabajo, no importa cuál, incluso pesado y de limpieza, también por poco dinero”. A continuación, compuso su personaje: usaría lentes de contacto oscuros para velar sus ojos claros, una peluca de pelo negro para cubrir su calva y se dejaría crecer unos bigotes tupidos a tono con la falsa cabellera. Nada estaba improvisado, en realidad llevaba diez años considerando la representación de ese papel. El toque final sería agregar un acento extranjero a su idioma. “Este nuevo aspecto -contó más tarde- me convertía en un marginado, en la más ínfima de las basuras”.
De inmediato recibió ofertas y emprendería un periplo de sometimiento a la explotación más indigna en una nación orgullosa de pertenecer supuestamente al mejor de los mundos. Aprendió entonces “hasta qué extremos puede llegar en este país (Alemania Occidental, en aquellos años) el desprecio humano (…) Cuanto más asqueroso y agotador era el trabajo, cuanto más exigía la puesta en juego de mis últimas reservas, tanto mayor fue el ultraje y la humillación que sentí”. Esta experiencia fue publicada dos años más tarde en forma de libro. Abajo del todo era su título, en referencia al subsuelo social donde vivían los inmigrantes. Al español se tradujo como Cabeza de turco. En pocos meses, pasaría a ser un best-seller con más de dos millones de ejemplares vendidos. El caso sacudiría a un país enamorado de sí mismo, de su desarrollo, de su supuesta eficiencia y seriedad, y por todo ello resuelto a ignorar sus propios defectos. En cuestionas más prácticas, ayudaría a forzar la modificación de leyes referidas a condiciones laborales.
Muchas veces se le preguntó si su técnica del engaño era un recurso honesto. Y la respuesta no dejó lugar a dudas: “Para no ser engañado hay que engañar, transgredir las reglas del juego para divulgar las reglas secretas de la dominación”. Y como una simple definición de su trabajo, agregaría: “Me pongo máscaras para buscarme y para, al mismo tiempo, esconderme”.
© LA GACETA
Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.