Un humano promedio tiene un seno y un testículo. Es un Frankenstein, una abstracción, no existe. Pero promediar nos sirve para proyectar a escala individual lo que ocurre a nivel colectivo.
Una encefalografía política del cerebro del votante promedio argentino mostraría fuertes contrastes. Simplificando el mapa cerebral, la zona neuronal de toma de decisiones se divide en cuadrantes. En el hemisferio superior, uno aloja una opción radicalmente opuesta al del cuadrante vecino. En el hemisferio inferior germina la vacilación: un cuadrante alberga la duda merodeando opciones intermedias. Y el cuadrante restante, la inclinación a pegar el faltazo en el domingo electoral; la duda ya no atañe a opciones sino al mismo sistema. Se trata, en su conjunto, de un cerebro esquizoide en el que se cifran el nivel de polarización de la sociedad, su fobia al acuerdo y su crisis de representación.
Aunque esta constitución cerebral promedio es aparentemente inconcebible en un caso concreto, reflejaría la de un porcentaje no menor de los votantes. El consultor catalán Antoní Gutiérrez-Rubi señala en un artículo reciente que el número de indecisos que oscila entre opciones extremas, moderadas y la abstención -todo al mismo tiempo- es alto y creciente. Entre la apatía, la desconexión y la volatilidad decisoria, un 17% de los votantes de las elecciones generales españolas definió su voto en la semana de la votación y casi un 10% el mismo día en que votó. Estos porcentajes tienden a aumentar en los electorados alrededor del mundo, constituidos por masas crecientes de exiliados interiores, forjados con desencantos trasfigurados en apatía, que expresan un inquietante repliegue cívico, una desapropiación ciudadana de lo público.
En busca del recuerdo perdido
La memoria se conserva en el lóbulo frontal. Para poder pensar, el cerebro necesita olvidar la inmensa mayoría de sus registros de corto plazo, que quedan grabados con mayor nitidez en momentos de ansiedad elevada. En países de intensa aceleración histórica como el nuestro, la saturación de acontecimientos desdibuja rápidamente las imágenes y las referencias que conservábamos hasta hace poco con claridad. ¿Cuántos recuerdos nos quedan de la pandemia -la experiencia colectiva más traumática y recordable de nuestras vidas-? Mucho más cerca en el tiempo, ¿quién recuerda las caras de Diego Spagnuolo o Fred Machado, los referentes de los mayores escándalos del oficialismo nacional de los últimos meses, omnipresentes en medios y redes en las semanas posteriores a sus estallidos? Para la mayoría, son imágenes y nombres que se desvanecieron progresivamente. ¿Y con cuánta nitidez recordamos el 10 de junio de este año, el día en que se conoció la condena a prisión domiciliaria por corrupción de Cristina Kirchner, uno de los sucesos más impactantes de la década? ¿Y cuánto nos queda en la memoria del recital presidencial, con repercusión internacional, de hace poco más de 15 días? ¿O de Milei con Trump, en la Casa Blanca, la semana pasada?
Este domingo el mileísmo plebiscita su gestión apelando al contraste con el lejano pero visceral recuerdo del distorsivo escenario inflacionario del final del gobierno de Alberto Fernández. El kirchnerismo apela a la memoria reciente de un ajuste recesivo. El miedo a volver al pasado enfrenta a la angustia del presente. En esta puja de temores temporales, el futuro -que empieza el lunes- es todavía un horizonte difuso.
Neuronas y celulares
Daniel Parisini, alias “el gordo Dan”, referente del movimiento digital de las “fuerzas del cielo”, suele decir que el éxito libertario se apoya en el teléfono inteligente, “el arma más poderosa del siglo XXI”. Lo cierto es que un cerebro promedio recibe miles de impactos diarios provenientes de nuestros celulares. El músculo que más usa nuestra especie hoy es el extensor índicis proprius, con el que movemos el dedo que desplaza una imagen detrás de otra en las pantallas de nuestros dispositivos. En un solo viaje en transporte público, nuestros cerebros pueden registrar más de mil imágenes y breves líneas de texto. Ese consumo bulímico, repetido en el tiempo, debilita la capacidad de sostener la atención, la aptitud de soportar incomodidades o de realizar operaciones mentales complejas. Nos convierte en seres ansiosos, simplificadores, intolerantes a la espera y a ideas distintas a las nuestras. Todas tendencias negativas para la convivencia y la gimnasia democrática.
También es cierto que internet y los celulares posibilitaron primaveras políticas que resquebrajaron regímenes autoritarios y, en los países democráticos, socavaron el sistema que preservaba el acceso al poder a estructuras partidarias burocráticas, a través de campañas opacas sostenidas por decenas de millones de dólares -y decenas de miles de compromisos-. Luces y sombras de una herramienta.
La bronca y el temor predominan en los electores. La mayoría vota en contra y no a favor de algo o alguien. Eso garantiza, para buena parte de los que integran el porcentaje perdedor en la contienda, la aflicción que genera el triunfo de una alternativa que detestan.
Camino a las urnas
Stanislas Dehaene, uno de los neurocientíficos que mejor ha estudiado el cerebro, señala que la toma de decisiones suele sesgarse por el mecanismo de recompensa que premia las determinaciones que en el pasado llevaron a resultados favorables. Pero también -apunta- nuestras elecciones pueden ser afectadas por sesgos adictivos que generaron resultados desastrosos pero placenteros en el corto plazo.
En cerebros indecisos, las decisiones serán impactadas por una multiplicidad de factores aparentemente laterales. ¿Cómo cerró el viernes? ¿Se calmó el dólar -el termómetro que refleja la estabilidad que el Gobierno busca ratificar-? ¿Cómo llegan al día 26 del mes las finanzas personales? ¿Cómo estará el clima el domingo? ¿Sol, nubes, lluvia? ¿Cómo nos despertaremos? ¿Cómo llegaremos a la escuela en la que debemos votar? ¿Qué veremos en la calle, durante el trayecto? ¿Cuántos mensajes políticos recibiremos en nuestro Whatsapp? ¿Habrá un nuevo deepfake que pueda confundirnos sobre las opciones electorales o las posibilidades de nulidad de nuestro voto? ¿Cuánto orden o cuánta desprolijidad percibiremos en la organización electoral? ¿Nos encontraremos con alguien conocido en la fila? ¿Cómo nos saludarán el presidente de mesa y los fiscales?
Cuatro de cada diez cerebros votantes, los que pertenecen a cuerpos domiciliados en la provincia de Buenos Aires, verán en la boleta única a un candidato fallido, que habían empezado a olvidar, y a otro que alguna vez fue a un vacunatorio vip, aunque casi nadie ya lo recuerde.
Otros, en diversas latitudes, verán colores y nombres de fuerzas partidarias que identifican asociados a caras y nombres ignotos, conviviendo con candidatos conocidos postulándose para cargos que nunca asumirán. La mayoría de las fotografías de los candidatos en la boleta los muestran sonrientes. ¿Por qué sonríen? ¿Cuál es más atractivo? ¿Qué semblante nos inspira más confianza? ¿Con cuál nos tomaríamos una cerveza? ¿A cuál le dejaríamos el cuidado de nuestros hijos?
Es difícil pensar en el protocolo adecuado para una anatomía de ese instante en que decidimos, a través de la suma de millones de actos individuales, nuestro común destino.
¿Qué pasa en nuestro cerebro en ese momento definitorio y definitivo? En los segundos previos a estampar la cruz en uno de los cuadrados de la boleta quizás se amontonen en nuestra mente, fugaz y fragmentariamente, las primeras y lejanas conversaciones políticas en la mesa familiar combinadas con los recuerdos de lo vivido en los últimos días, las reminiscencias de una militancia juvenil o la aversión a las dinámicas partidarias, la primera vez que votamos y la última, ilusiones y desencantos, hartazgo o esperanza, broncas y afinidades, desinterés o escepticismo, recuerdos movilizantes cruzados con la urgencia del asado que nos espera, la melancolía por lo que fue y la incertidumbre que queremos que termine.