En el corazón de Tucumán late uno de los símbolos más poderosos de la identidad argentina: la Casa Histórica. El solar, donde se firmó el acta que dio nacimiento a la Nación, condensa siglos de memoria colectiva. Sin embargo, ese monumento -visitado a diario por turistas y tucumanos- enfrenta un deterioro que no siempre proviene de la indiferencia o del vandalismo deliberado, sino muchas veces de actos cotidianos, casi inconscientes, que terminan dejando huellas en su fachada.
El director del museo advirtió sobre los daños constantes que sufre la Casa Histórica, un problema que obliga a la institución a realizar tareas de mantenimiento con frecuencia. Esta actitud de cuidado constante es precisamente la lógica que encierra la “teoría de la ventana rota”: cuando un edificio presenta una ventana rota y nadie la repara, se envía el mensaje de que ese lugar está abandonado, y eso facilita que el deterioro avance. En cambio, cuando la reparación es inmediata, se establece un principio de orden y respeto.
No obstante, conviene distinguir dos fenómenos diferentes que muchas veces se confunden: el vandalismo y el daño no intencional. El primero nace de una voluntad destructiva, consciente, que busca dejar una marca o desafiar la norma. El segundo, por el contrario, proviene de la falta de atención o de conocimiento: personas que, al apoyarse o posar la suela de su calzado en una pared, al frotar una mochila o al escribir un mensaje “inocente”, sin mala intención, terminan afectando materiales frágiles e irremplazables. Esa diferencia no exonera la responsabilidad, pero sí interpela a otro tipo de respuesta social. Frente al vandalismo, la herramienta es la sanción y la vigilancia. Frente al daño involuntario, el camino es la concientización.
En los parques nacionales, por ejemplo, los visitantes aprenden -mediante carteles y guías- que no deben hacer fuego, ni tocar la flora ni alimentar a los animales, porque hacerlo alteran ecosistemas delicados. En las reservas naturales se enseña que llevarse una piedra o una planta es despojar al lugar de su equilibrio.
Del mismo modo, ingresar a un monumento histórico o posar frente a él para tomarse una foto debería implicar asumir reglas básicas de respeto hacia ese espacio.
Preservar la Casa Histórica no es solo tarea de sus directivos: es una responsabilidad colectiva. Los bienes del Estado son bienes de todos, y su conservación depende tanto de la gestión pública como del comportamiento ciudadano. Las autoridades deben mantener los edificios con regularidad, antes de que los daños se vuelvan irreparables; pero los ciudadanos deben aprender a mirar con cuidado, a caminar con respeto, a sentir que tocar esas paredes es, en cierto modo, tocar la historia misma. No se trata solo de conservar un edificio, sino de mantener viva la conciencia de que el patrimonio común es una expresión concreta de quiénes somos como sociedad. Y en esa tarea, la suma de pequeñas responsabilidades cotidianas puede marcar la diferencia entre la pérdida y la preservación.