Por Santiago Guzmán - Para LA GACETA - Tucumán
A Irma Margarita Bianchini
Irma odia su nombre. Piensa con quince años que le pondrá un nombre que le guste a su hija. La brisa del campo y las hectáreas verdes le parecen tan infinitas como Dios. Cuando está sola llora, sin entender muy bien por qué; llorar le parece cómodo, de suerte que las mujeres pueden llorar sin que se les burlen en el pueblo como a los hombres. Quiere ser contadora y su padre no consiente siquiera que pise las perversas calles de la ciudad. Irma no quiere casarse. Casar le suena a “cazar”: alguno de la pareja roerá la carne del otro. Roba una cigarrera: “la ansiedad máxima —piensa— no es la de abstenerse de fumar, sino la de ver consumirse el último cigarro”. Guarda la cigarrera y esconde una colilla bajo el palto que papá plantó “cuando tenía tres”.
A los veinticuatro es alta y bonita; las puntas de su cabello rojizo atraen miradas. Oculta en faldas holgadas los latigazos de una madre que alguna vez fue idéntica a ella. Cree en Dios, pero no mucho en la Virgen. Piensa que Adán y Eva nos condenaron a una genealogía incestuosa. Ha oído que los hombres son bisexuales y no le gustan los perros. Irma no comenta poco lo que piensa. Es verano y en el campo, hace demasiado calor.
Se casa en dos días con un hombre que apenas conoce. El maquillaje encubre los golpes maternos: “una mujer no debe dudar del matrimonio”. La noche de bodas ocurre en una cama que huele feo y desconoce. El nudista, como ella lo llama, preguntó por su pureza (aunque no recuerda muy bien qué palabras utilizó); esa duda, le costó un ojo en compota. El médico la tranquilizó: “es normal el sangrado la primera vez”. Le molesta escuchar al nudista jactarse de haberla desvirgado: meses después la amenaza por no quedar “encinta” y le grita ese nombre que odia: “¡Irma!, ¡Irma!”.
A los treinta y seis, los militares han tomado la ciudad. Sus tres hijos duermen con ella: el nudista está siempre de viaje. Los helechos le hacen compañía; la merienda se escolta con gritos de niños que engullen palomitas de pan. Usa almidón en un par de delantales blancos que mañana a la hora de la merienda estarán sucios nuevamente. La niñez de sus hijos sí es feliz.
Irma se ha equivocado. No logró sembrar suficientes recuerdos bonitos. Imagina usar las prendas abrigadas de su hija para ir la facultad. Oye a la “ahora toda una señorita” leer a Bécquer y sueña con otras vidas. Con aprender cualquier cosa, se consuela. Hace café, presta oídos y pone la alarma para que Margarita (“qué lindo nombre”) desayune y vaya a rendir el parcial. Su hijo menor ahora está de viaje al igual que el nudista, con quien comparte la profesión. Su hijo del medio, le hace llegar la noticia de que se convertirá en una “joven abuela Irma”.
Irma ha vuelto al campo. A los setenta y tres duerme poco y ya no sabe si cree en Dios. El nudista, sigue migrando; ella casi no ha viajado. Se mira en el espejo: cada arruga, confirma que el tiempo no hace antesala. Plancha mientras en la televisión los economistas discuten del dólar. Enciende el televisor también antes de madrugar; se aturde con el eco de su voz, que reverbera en las paredes de una casa impoluta. Encargó un diccionario por internet que nunca llegó. En pandemia, habló con los helechos para no enloquecer y comprendió que la soledad entorpece los gestos. Los vecinos la miran extrañados. El nudista le sugirió un psiquiatra. Cerca de las elecciones, Irma decidió no votar nunca más.
Irma atiende un teléfono que suena en falso y se petrifica. Cuando el día se presta, saca una cigarrera y se sienta junto al viejo palto. Extraña su cabello rojizo y hasta los tirones de su madre. Escucha aves enamoradas. Recuerda que antes silbaba al barrer y le duele no saber si alguna vez se enamoró de verdad. La devuelve a la vigilia el motor de un taxi, al que su marido parece amar más que a ella. Guarda la caja, esconde la colilla bajo la raíz y, tras unos gritos súbitos, recuerda cuánto odia su nombre: “¡Irma!, ¡Irma!”.
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