En una tierra que respira fútbol, mate y asado, hay una historia menos conocida, pero igual de nuestra. Antes de que Maradona gambeteara ingleses en México y mucho antes de que Messi levantara la Copa del Mundo en Qatar, un grupo de jinetes corría a campo abierto, desafiando el polvo, la violencia y la velocidad. No perseguían una pelota de cuero ni un trofeo de oro. Perseguían, literalmente, un pato. De allí nacería el deporte nacional argentino: un juego a caballo tan brutal como fascinante que, con el paso de los siglos, se transformó en el pato que hoy conocemos.
La primera referencia documentada data de 1610, en Buenos Aires, durante las celebraciones por la beatificación de San Ignacio de Loyola. Aquella jornada, en lo que hoy es la Manzana de las Luces, se jugó una de las primeras corridas de pato de las que se tenga registro. Los jinetes, montados en caballos criollos, se disputaban un ave doméstica -casi siempre un pato- envuelta en cuero, con tiras que permitían sujetarla. Ganaba quien lograba trasladarla a su estancia o meterla en un corral marcado.
La práctica, lejos de ser un entretenimiento inocente, era tan violenta que llegó a estar prohibida. Los jugadores arriesgaban la vida entre forcejeos, caídas y embestidas de caballo. Las crónicas de la época hablan de fracturas, peleas e incluso muertes. Pero nada lograba detener a los gauchos, que encontraban en el pato un símbolo de destreza y pertenencia.
De prohibido a deporte
Durante siglos, el pato se mantuvo en los márgenes, entre partidas improvisadas y prohibiciones reiteradas. No fue hasta la década de 1930 que la práctica encontró un cauce más formal. En 1937 se redactó el primer reglamento que fijó normas claras: ya no se usaría un animal, sino una pelota de cuero con asas; los equipos tendrían cuatro jugadores; y el objetivo sería embocar el “pato” en un aro elevado, parecido a un cesto de básquet, pero colocado a 2,40 metros de altura.
Ese paso fue decisivo. A partir de 1941, con la fundación de la Federación Argentina de Pato, el juego dejó atrás su carácter salvaje y se consolidó como deporte. Ese mismo año se jugó el primer Abierto Argentino de Pato, torneo que todavía hoy marca el cierre de la temporada.
El decreto de Perón
El pato alcanzó su consagración simbólica en 1953, cuando Juan Domingo Perón lo declaró deporte nacional mediante decreto presidencial. Sin embargo, aquella designación no tenía el rango de ley. Hubo que esperar más de seis décadas para que, en 2017, el Congreso aprobara la Ley 27.368, que oficializó al pato como la disciplina que representa a la Argentina en términos identitarios.
“Muchos no lo saben, pero el pato es nuestro único deporte nacido aquí, con raíces propias”, solía recordar Miguel Di Pasquale, presidente de la Federación.
Cómo se juega
Hoy el pato se disputa en canchas de césped similares a las de polo, con equipos de cuatro jinetes cada uno. La pelota es una bola de cuero de 40 centímetros de diámetro, con seis asas. El objetivo es claro: anotar goles embocando la pelota en los aros rivales.
La dinámica es electrizante: los caballos galopan a máxima velocidad, los jugadores forcejean por las asas del pato, se arrebatan la pelota en pleno galope y buscan definir la jugada en un aro que exige puntería y equilibrio. A la velocidad del caballo se suma la estrategia del equipo: pases largos, bloqueos y cambios de ritmo que convierten cada partido en un espectáculo cargado de adrenalina.
El rol del caballo
En el pato, tanto como en el polo, el caballo es protagonista. Cada jugador selecciona cuidadosamente a sus montas, buscando la combinación perfecta de velocidad, docilidad y resistencia.
La conexión entre jinete y animal es tan profunda que, muchas veces, la compenetración marca la diferencia entre la victoria y la derrota.
Tradición que galopa
En la Argentina no hay otro deporte con una historia tan larga y tan propia. Antes del rugby, del básquet, del mismo fútbol, estaba el pato. Cuatro siglos después de aquella primera corrida en la Manzana de las Luces, el juego sigue vivo. Cada galope, cada arrebato de la pelota, cada grito de gol en un aro elevado nos recuerda que el deporte nacional no nació en un estadio, sino en el campo abierto, al compás de un caballo y con un pato como excusa.