La crisis del transporte público en Tucumán ya no es un diagnóstico técnico, sino una realidad palpable en las calles. Los colectivos circulan casi vacíos, los usuarios se alejan del sistema y los empresarios advierten que el modelo se acerca a un punto de no retorno.

Lo que durante la pandemia de coronavirus parecía un agravamiento coyuntural de la crisis que se había ido expresando periódicamente, se transformó en un desmoronamiento estructural, alimentado por la pérdida de confianza de los pasajeros, las tarifas en ascenso y un servicio que no logra recuperar credibilidad.

Las cifras lo muestran con crudeza: en 2019 se vendieron más de 55 millones de boletos en San Miguel de Tucumán; en 2020, la cuarentena redujo esa cifra a 18 millones. Desde entonces hubo una recuperación parcial, pero nunca volvió a los niveles previos. En 2024, la venta cayó a 30,6 millones, con una merma del 25% respecto al año anterior.

El fenómeno refleja un cambio de hábitos que parece irreversible. Miles de tucumanos abandonaron el ómnibus por diversas razones. Desencantados por las demoras eternas, la falta de cobertura y el deterioro del servicio, migraron hacia medios más rápidos y flexibles, aunque menos seguros y con menor regulación, como es el caso de las aplicaciones de transporte, que están en estos momentos en el centro de los debates, mientras se van introduciendo en la vida ciudadana.

El resultado es un círculo vicioso: la crisis del sistema formal empuja a la gente hacia alternativas informales, y esas mismas alternativas aceleran el colapso del sistema formal.

Los empresarios advierten que, si los colectivos desaparecen, no solamente se agravará el caos de movilidad, sino que también caerá la ilusión de accesibilidad que hoy ofrecen las aplicaciones como Uber. Una ciudad sin transporte público colapsaría bajo la lógica de la oferta y la demanda: los precios subirían, el tránsito sería aún más caótico y la desigualdad en la movilidad se profundizaría.

En paralelo, el Gobierno provincial paga un alto costo económico para hacerse cargo de los subsidios al transporte, ante la indiferencia de la Nación y se ocupa de ayudar a la reposición de los vehículos. Por su parte, la Municipalidad recurre a los carriles exclusivos, la reparación de calles de ripio en los barrios y un mayor control sobre el uso de las tarjetas electrónicas de pago. Son esfuerzos que buscan ordenar un esquema cada vez más frágil.

Pero lo que está en juego es el derecho básico a moverse en la ciudad. Hacen falta mayores esfuerzos de las diferentes partes involucradas en el transporte público para llegar a una salida de esta crisis. Tucumán necesita un transporte público eficiente, previsible y sostenible. Sin servicios que cumplan esa función, la provincia corre el riesgo de convertirse en un territorio donde el tránsito sea sinónimo de caos y donde viajar deje de ser un derecho para transformarse en un privilegio.