Lograr que una escuela respire un buen clima interno en medio de una sociedad intoxicada por la violencia es una empresa titánica. Y lo es porque la escuela no flota en el aire, no se construye en un vacío. La escuela es un pedazo de sociedad encapsulado, un reflejo distorsionado (pero reflejo al fin) de lo que ocurre afuera. Pretender que sea un oasis cuando todo alrededor es desierto abrasador es, como mínimo, ingenuo.
Anestesiados
Nuestro país ofrece en estos días ejemplos sobrados de cómo la violencia se ha naturalizado en cada pliegue de la vida social. Noticieros que abren con balaceras y con las escaramuzas del día del acto político más reciente, peleas callejeras captadas por un celular, discusiones de tránsito que terminan a los golpes, hinchadas de fútbol que convierten la pasión en trinchera. Pero no se trata solo de violencia física. La violencia verbal, la humillación disfrazada de humor, el grito convertido en argumento, son moneda corriente en el debate público, en las redes sociales y en las sobremesas familiares. Un padre que insulta al árbitro en la cancha del club de barrio mientras su hijo lo escucha. Una madre que se agarra a trompadas con otra en la puerta del colegio por un comentario sobre el grupo de WhatsApp. Un conductor que baja del auto con el puño cerrado porque alguien no le cedió el paso. Estas escenas, que hace décadas hubiesen resultado escandalosas, hoy circulan en redes como entretenimiento. Nos reímos de lo que debería indignarnos, o al menos alertarnos. Lo compartimos con emojis y memes. Estamos anestesiados.
Dentro de este caldo de cultivo, ¿cómo pretendemos exigirle a la escuela que genere un ‘buen clima institucional’? ¿Cómo se construyen el respeto, la escucha, la empatía, cuando afuera todo premia la agresión, el atropello, el destrato y la denigración? Pretender que el aula sea un laboratorio aséptico, impermeable al griterío del mundo es como poner una maceta de rosas en medio del asfalto y esperar que florezca con el humo de los colectivos. Una zoncera.
Como si fuese un gas, la violencia se filtra por las rendijas de la escuela. Entra en los recreos cuando un chico le dice “mogólico” a otro y nadie lo corrige porque ya no escandaliza. Aparece en las reuniones de padres cuando el tono sube rápido y alguien acusa a la docente de “no hacerse cargo” delante de todos. Brota en los pasillos cuando los docentes, agotados, discuten a los gritos sobre quién tiene que cubrir la guardia de un curso.
Un buen clima escolar no se fabrica con carteles pegados en las paredes que digan “Aquí nos tratamos con respeto”. No alcanza con un proyecto de convivencia ni con una jornada institucional donde se repiten frases motivadoras. Porque el problema no está en las paredes, ni en los reglamentos, sino en los vínculos. Y esos vínculos están tensados por la cultura que traemos puesta. Miremos el fútbol, esa bendita religión que todos profesamos. Cada fin de semana miles de chicos van a la cancha con sus padres y aprenden, sin que nadie se los explique, que insultar al rival es parte del ritual. Que el adversario no es un jugador, sino un enemigo. Que la alegría propia se construye, en parte, con la humillación y tragedia ajena. ¿Cómo se supone que el lunes, en la clase de educación física, esos mismos chicos entiendan que el juego implica respetar reglas, aceptar derrotas, reconocer al otro? O pensemos en la política, ese espectáculo cotidiano de agresión. Basta ver cómo se sesiona en plenario en ambas cámaras del Congreso de la Nación donde diputados y senadores se gritan, interrumpen, descalifican con una sonrisa cínica y con una actitud siempre burlona. Y todos se consuelan señalando que así es la rosca política y la “cultura parlamentaria”. Y después, en las escuelas, pedimos a los chicos que dialoguen, aprendan a escuchar al otro, empaticen con su punto de vista y resuelvan sus diferencias “pacíficamente”. Civilizadamente, decíamos antes. ¿Con qué ejemplo? Ni hablemos de las redes sociales. Instagram, TikTok, Twitter, territorios donde la ironía hiriente y el escrache público se convirtieron en entretenimiento masivo. Ahí, la violencia no solo se naturaliza, ¡se premia! Más likes, más reproducciones, más fama. El algoritmo adora el conflicto, y los chicos lo saben, crecen mamando esa lógica. Después les pedimos que en el aula se abstengan de burlarse del compañero, que no compartan memes crueles, que “se cuiden entre ellos”. Un contrasentido.
Entonces, ¿qué se hace? Porque tampoco se trata de rendirse. No podemos aceptar que la escuela sea simplemente un espejo de lo que pasa afuera. Sería una derrota cultural.
Acciones conscientes
Si hay un lugar que puede, y debe, ofrecer una experiencia distinta, es la escuela. Pero no lo logrará desde la ingenuidad, ni desde el voluntarismo. No alcanza con poner una frase bonita en el acto de fin de año. Se logra con acciones conscientes, persistentes, muchas veces incómodas. Con adultos que, primero, hagan el trabajo de mirarse a sí mismos y desactivar la violencia que cargan. Con equipos docentes que no solo enseñen Matemática o Lengua, sino que trabajen el modo en que se vinculan entre ellos. Con directivos que sostengan conversaciones difíciles sin ceder al grito fácil, al atropello habilitado por la jerarquía del cargo. Con familias que acepten que la escuela no es un servicio al cliente, sino una comunidad donde el deseo de convivir en armonía se vive como un fin supremo en cada diálogo e interacción, por más nimia que parezca.
Un buen clima institucional no se decreta, se cultiva. Día a día, gesto a gesto, diálogo a diálogo. Pero hay que entender que el contexto juega y fuerte: estamos sembrando flores en un terreno árido, desafiante. Eso no lo hace imposible, pero sí más exigente. Y tal vez el primer paso sea dejar de mirar para otro lado. Nombrar la violencia. Mostrarles a los chicos (y por qué no a los adultos también) que hay otras formas posibles. Que el respeto no es un póster, sino una práctica. Y que, aun cuando todo alrededor empuje en la dirección contraria, vale la pena intentarlo. Porque si no lo hace la escuela, ¿quién lo hará?