La Generación Z, que comprende a los nacidos entre fines de los 90 y comienzos de los 2010, aplica un manual de hábitos que parece desorientar a los adultos. Se trata de jóvenes que prefieren audios antes que llamadas; escriben en minúscula; eligen emojis irónicos y evitan dejar cuentas abiertas. Lo que para otros son manías, para ellos son formas de estar en el mundo.

Con auriculares como extensión del cuerpo; cámaras digitales rescatadas de los 2000 y un consumo marcado por la inmediatez, la Generación Z vive en un cruce de estímulos y elecciones que hablan de identidad, independencia y pertenencia. LA GACETA conversó con especialistas en psicología y sociología, y docentes para profundizar sobre el significado de estas costumbres y su proyección en el presente.

Un nuevo idioma entre generaciones

Si un abuelo espera un llamado, probablemente su nieto le mande un audio. Para Roberto González Marchetti, psicólogo, profesor universitario y subdirector de Prevención de las Adicciones en Banda del Río Salí, la clave está en el tiempo: “un celular no es solo un teléfono, es la plataforma donde un joven resuelve todo. Llaman en emergencias, lo demás lo hacen con mensajes o notas de voz”.

Ese cambio trae choques. Lo que para un Baby Boomer es una falta de cortesía, para un Z es eficiencia. Los emojis condensan emociones y las minúsculas funcionan como un estilo. “No es un problema, es otro lenguaje. El conflicto surge cuando dos generaciones no comparten los mismos códigos”, resume González Marchetti.

En este idioma paralelo, un “ok” en minúscula puede sonar cercano, mientras que un emoji tradicional quizá resulte anticuado. Como explica la docente e investigadora Antonella Pérez Amboni, estas prácticas funcionan como marcadores sociales: “son pequeñas distinciones que generan identidad grupal. Lo que parece 'banal', en realidad crea un nosotros frente a los otros”.

Paula Storni, también docente, advierte sobre los riesgos de generalizar: “La idea de generación es útil para pensar expectativas sociales y representaciones de una época, pero no para encasillar a todos los jóvenes en un listado de rasgos. Yo también he cambiado mis formas de comunicarme en este contexto, mientras que conozco adultos y jóvenes que todavía sostienen prácticas más tradicionales”. Para ella, hablar de un “lenguaje exclusivo” de la juventud puede reforzar estigmas y reforzar una visión adultocéntrica.

Auriculares y cultura retro

Los auriculares se convirtieron en extensión del cuerpo. Aíslan, dan privacidad y marcan un límite con el entorno. “Dan seguridad, pero también exponen a la sobrecarga de estímulos que impacta en la concentración y el sueño”, advierte González Marchetti.

Algunos adultos los describen como símbolo de aislamiento, pero Storni discrepa: “Esa metáfora del auricular como prótesis cyborg es un modo de estigmatizar a los jóvenes y describirlos como desinteresados o sin diálogo. Quizás tienen pocas ganas de hablar con un mundo adulto que los etiqueta todo el tiempo sin escucharlos”.

Mientras tanto, los objetos retro volvieron a escena. Cámaras digitales de los 2000, vinilos y hasta CDs circulan entre los jóvenes. “Lo retro no es nostalgia, es performance cultural. Funciona como un gesto de autenticidad en un entorno digital donde todo es fugaz”, explica Antonella. Pero Storni cuestiona la idea de tendencia universal: “¿Qué jóvenes pueden elegir comprarse una cámara retro? No todos. Hablar de ‘los jóvenes’ como un bloque homogéneo invisibiliza desigualdades de acceso y consumo”.

La economía del consumo inmediato

Salir a un bar con amigos muestra otra manía: pagar consumo por consumo. Para los adultos, dividir la cuenta al final es lo más natural; para los Z, no. “Un joven puede gastar todo en un placer inmediato, pero también quiere resolver de forma individual. Paga lo suyo y listo”, explica González Marchetti.

La psicóloga juvenil Fátima Aguilar lo interpreta como una estrategia de seguridad: “En un contexto inestable, pagar al instante reduce ansiedad. Es una forma de controlar y evitar conflictos”, propone. No se trata de egoísmo, sino de autonomía en tiempos inciertos.

El gesto también habla de nuevas formas de lo colectivo. Según Pérez Amboni, “la solidaridad no desaparece, se traslada a otros escenarios: militancias, causas ambientales, viajes en grupo. Pero en el consumo cotidiano prevalece la resolución individual”.

Independencia sin auto propio

Para quienes crecieron en los 70 y 80, manejar era símbolo de independencia. Hoy la autonomía se juega en otro terreno. “Antes la fascinación era la moto o el auto. Ahora la independencia pasa por pedir un viaje en una app o resolver todo desde el celular”, dice González Marchetti.

Aguilar coincide: “La independencia se transformó. Hoy está ligada a la conectividad y al celular, que organiza la vida en segundos”. Pérez Amboni suma un elemento económico: “El hecho de que existan Uber o Didi también influye. Es más caro comprar y mantener un vehículo, mientras que pagar un viaje en una app resulta más accesible. Eso hace que los jóvenes no asocien independencia con tener auto propio, sino con poder desplazarse cuando lo necesitan”.

Storni, por su parte, invita a mirar más allá de las costumbres: “Si esto fuese un dato comprobado, más que en una falta de autonomía pensaría en las desigualdades. Hoy los jóvenes enfrentan barreras enormes para acceder a vivienda, trabajo o salud. Esas limitaciones pesan mucho más que decidir si sacar o no una licencia de conducir”.

Identidad en construcción constante

Los hábitos digitales y sociales se convierten en piezas identitarias. “Un hábito se vuelve identidad cuando se repite y adquiere sentido. Los jóvenes se reconocen en esas elecciones”, dice Pérez Amboni. Sin embargo, Storni rechaza la etiqueta de “manías”: “Ese discurso naturaliza rasgos como si fueran inevitables y olvida que nuestras intervenciones como adultos, sobre todo desde la educación, son imprescindibles. También influye en cómo los jóvenes se perciben a sí mismos. Hay que ser responsables con esas categorías”.

La autoestima aparece como clave. “No deben confundir rapidez con cariño ni demora con desprecio. No son un visto ni un doble tilde. Acompañarlos en construir confianza es fundamental”, advierte González Marchetti. Aguilar refuerza: “La exposición constante puede hacerlos sentir evaluados todo el tiempo. La tarea es acompañar para que sus elecciones no sean cárceles, sino expresiones genuinas”.

Auriculares puestos, chats en minúscula y horas en TikTok: estas prácticas funcionan como huellas de época. “Cada generación tuvo sus objetos de fascinación. Lo particular de la actual es la velocidad con que adopta y descarta símbolos, integrándolos en su identidad colectiva”, señala Pérez Amboni.

Lo que para un adulto parece extraño, para un joven resulta natural. Y en ese ida y vuelta se juegan tensiones que atraviesan familias, escuelas y trabajos. Quizás no sean “manías” en el sentido estricto, sino modos de habitar un presente vertiginoso. En definitiva, son la forma en que los jóvenes inscriben su marca en la cultura contemporánea.