La historia de la familia que sobrevivió a un accidente de moto -una madre embarazada y tres hijos pequeños- fue presentada como un múltiple “milagro”. Y es comprensible que así sea, porque las probabilidades de que todos salieran adelante luego de semejante siniestro eran muy bajas. Gracias a la pericia de médicos y de enfermeros, a la coordinación entre hospitales y a la infraestructura sanitaria, hoy esa familia puede contar su experiencia en primera persona.
Pero allende esa emoción legítima, hay un riesgo latente: que el relato del “milagro” oculte lo verdaderamente importante. Porque lo que está en juego no es la capacidad de la medicina para reparar daños, sino la responsabilidad ciudadana de no generarlos.
En otras palabras, el “árbol” del milagro no debe tapar el “bosque” de la prevención. Y en esta última hay una regla básica, sencilla y sobre la cual nadie puede aludir desconocimiento: el casco salva vidas.
En la Argentina, cada año mueren una media de 4.000 personas en siniestros viales. Casi la mitad de esas muertes involucra motociclistas; pero una abrumadora mayoría de estas podría haberse evitado con el uso correcto del casco. Sin embargo, todavía se observan a diario escenas de motos con dos, tres o más pasajeros, muchos de ellos sin protección, como si se tratara de un detalle menor. Días atrás, de hecho, LA GACETA mostró varias fotos de motociclistas que a la vez que transitaban sin casco iban manipulando su celular.
La recuperación de esa familia no debería “romantizarse” como ejemplo de fortaleza casi divina. Debería interpretarse como una advertencia social. Difícilmente un “milagro” de esa naturaleza vuelva a ocurrir. Por el contrario, en la mayoría de los casos, ese tipo de historias termina de modo trágico o en una vida marcada por secuelas que lamentar. La sociedad no puede depender de milagros; cada uno debe ser responsable y respetar la propia vida y la de los otros. En una moto, eso empieza por lo esencial: colocarse un casco. Ahora bien, el problema resulta mucho más complejo. Porque no se trata solamente de una cuestión de prevención. En la proliferación de la moto como medio de transporte de los últimos años subyace un factor económico clave: resulta mucho más barato que cualquier servicio público que, en nuestro medio, es precario. Y en una provincia cuyos indicadores de pobreza siempre andan alternando los lugares del podio no es un dato menor.
“Nunca más voy a salir en moto con los niños sin la debida precaución”, avisa la propia protagonista del accidente. Es decir, admite que comprendió el mensaje de la prevención, pero no descarta seguir llevando a sus hijos en la moto. Y esto se debe a que los traslados en servicio público para toda esa familia resulta un dineral con el cual muy probablemente no cuenten. Ese factor también debería analizarlo el Estado.
Celebrar que esta familia esté reunida y con vida está muy bien; es humano y necesario. Pero que ello no implique dejar de lado dos cuestiones realmente importantes: la prevención, la seguridad; y el factor económico. La sociedad no puede depender de milagros; cada uno debe ser responsable y respetar la propia vida y la de los otros. Y el Estado debe generar trabajo genuino y mejorar el servicio público de transporte. De lo contrario, las motos seguirán proliferando y, resulta dable admitirlo, muchos de sus usuarios seguirán sin usar el casco.