En la cadena nacional del viernes por la noche, el presidente Javier Milei cerró su discurso sin pronunciar la frase emblema del líder libertario: “¡Viva la libertad, carajo!”.

Quizás la ausencia de ese tradicional remate en los alocuciones esté relacionado con algo que el jefe de Estado había prometido días atrás.

Milei había anunciado que dejaría de utilizar insultos en sus discursos y declaraciones públicas durante un evento en la Fundación Faro, un think tank de orientación libertaria. Según trascendió, el mandatario expresó su intención de “respetar las formas” para, de esa manera, desafiar a sus opositores a un debate centrado en las ideas y no en las descalificaciones personales. “Vamos a ver si pueden discutir ideas”, habría manifestado Milei, sugiriendo que las críticas a su estilo eran una excusa para evitar la discusión de fondo.

La decisión del Presidente de moderar su lenguaje se produjo pocos días después de que un informe del diario La Nación cuantificara el número de insultos y agresiones verbales que había proferido públicamente en un determinado período.

En su discurso en la Fundación Faro, Milei habría enmarcado su cambio de estrategia como una forma de exponer a sus adversarios. “Ahora vamos a usar las formas que a ustedes les gustan, ¿saben para qué? Para que queden en evidencia que son una cáscara vacía”, afirmó, según diversas fuentes periodísticas. Este giro en su comunicación busca, según analistas, interpelar a un electorado más moderado y demostrar que su proyecto político se sostiene más allá de su conocido estilo confrontativo.

Más allá de las intenciones  de Milei en lo estrictamente político o que su giro en lo discursivo responda a la una estrategia electoral, intelectuales, politólogos y sociólogos coinciden en que las buenas formas, el respeto y la moderación son parte importante de una sociedad democrática sana.

Por el contrario, los expertos advierten que cuando los líderes recurren al insulto y la descalificación, las consecuencias son muy negativas La democracia se basa en ciertas reglas de juego y en el respeto entre los distintos poderes (Ejecutivo, Legislativo, Judicial) y la prensa. Usar un lenguaje que los degrada o los tilda de “enemigos” debilita todo el sistema. Además, normaliza la violencia verbal. Si el líder insulta, sus seguidores sienten que también tienen permiso para hacerlo. Esto genera un clima de agresión y hostilidad que se traslada a las redes sociales y a la vida cotidiana.

El insulto es una “píldora de emoción”, como dicen algunos analistas. Reemplaza la lógica y los datos con una descarga emocional que impide pensar con claridad y analizar los problemas a fondo.

Un discurso respetuoso no es señal de debilidad, sino de fortaleza democrática y de una apuesta por un debate público más sano y constructivo. Es alentador que el Presidente dé ciertos indicios de cambio en su tono confrontativo y denigrante desde lo discursivo, en momentos en que se observa un clima social cada vez más hostil e intolerante ante el pensamiento diferente.

La violencia verbal se había ya instalado con potencia en los lugares donde hoy una importante mayoría social debate: las redes sociales.

Es un anhelo que el debate de ideas se imponga por sobre las descalificaciones, la violencia o el señalamiento despectivo hacia quien piensa diferente a otro, desde cualquier lado de la “grieta” o en cualquier tema de discusión. En la era de la “cancelación”, las buenas formas siempre son bienvenidas.