Cada 6 de agosto, el calendario litúrgico católico celebra en su santoral una de las fiestas más luminosas del cristianismo: la Transfiguración del Señor. El Evangelio relata cómo Jesús, acompañado por Pedro, Santiago y Juan, sube al monte Tabor y se muestra transfigurado, con el rostro resplandeciente como el sol y vestido de blanco radiante, en presencia de Moisés y Elías. Este momento, cargado de simbolismo, anticipa la gloria de la Resurrección y confirma la divinidad de Cristo ante sus discípulos.
La fiesta fue incorporada al calendario romano en el siglo XV por el papa Calixto III, poco después de la victoria de las fuerzas cristianas contra los otomanos en la batalla de Belgrado (1456), un hecho que el pontífice interpretó como milagroso y atribuyó a la intercesión divina. Desde entonces, el 6 de agosto quedó asociado a la revelación de la gloria escondida tras la humanidad de Jesús, y es una de las pocas celebraciones centradas exclusivamente en un episodio de su vida.
Pero además de esta solemnidad, el santoral recuerda a otras figuras, como San Justo y San Pastor, jóvenes mártires de Alcalá de Henares (España) que, según la tradición, fueron decapitados en el año 304 durante la persecución de Diocleciano. Su valentía y fe en plena adolescencia los convirtieron en símbolos de la firmeza cristiana ante la adversidad. No casualmente, san Justo es también patrono de la juventud.
También se conmemora a San Hormisdas, papa entre los años 514 y 523, cuyo pontificado estuvo marcado por la tarea de restaurar la unidad de la Iglesia tras el cisma acaciano. De origen humilde y padre del futuro papa Silverio, Hormisdas es recordado por su habilidad diplomática y por haber restablecido los lazos entre Roma y Constantinopla.
Aunque menos conocidos, otros santos celebrados hoy incluyen a San Esteban de Cardeña, abad benedictino español del siglo XI, y a San Sixto II, papa y mártir del siglo III, cuya memoria se celebra en algunos calendarios el 6 de agosto como paso previo a la fiesta de San Lorenzo, su diácono y compañero de martirio.
El 6 de agosto, así, no es solo una fecha del calendario litúrgico, sino una jornada que reúne el fulgor de la revelación divina con la memoria de quienes vivieron su fe hasta las últimas consecuencias.