La joven tucumana se levantó con la cara hinchada. Había llorado toda la noche. Después de cuatro años de relación, su pareja le pidió un tiempo y desapareció. Tenía que ir a trabajar igual. No porque quisiera, sino porque no tenía alternativa. Se sentía en otro planeta, pero firmó la asistencia y atendió a clientes tratando de hacer como si nada pasara. “No me acuerdo ni lo que hice ese día. Estaba como anestesiada”, cuenta.
Algo parecido vivió Santiago Castro, estudiante de la Licenciatura en Administración y auxiliar en una financiera. Hace unos meses, recibió un mensaje inesperado de su ex mientras se dirigía a su empleo. Terminaban de nuevo, pero esta vez para siempre. “Llegué al trabajo desorientado. Me encerré en el baño y respiré hondo. Después, salí y me puse a imprimir papeles. Como un robot. Pensé y no entendía por qué tenía que estar ahí como si nada”, recuerda.
Los testimonios de esta chica y de este chico revelan que en la Argentina no existe una licencia laboral por desamor. ¿Por qué el sufrimiento emocional no puede justificar un día de descanso como sí lo hace una fiebre o una migraña? En algunos países se comienza a plantear que el corazón herido es un motivo justificado para no trabajar. Es el caso de Filipinas.
El caso de Filipinas y el eco global
Puede sonar gracioso, exagerado o incluso irreal. Pero en Filipinas se presentó un proyecto de ley que plantea una medida insólita para algunos y urgente para otros: otorgar días de licencia laboral por ruptura amorosa. Lo llaman “Recuperación y Resiliencia por Desamor” y, aunque no fue aprobado todavía, logró instalar un debate que ya trasciende las fronteras del Sudeste Asiático.
La propuesta busca que las personas que atraviesen una crisis de pareja puedan ausentarse legalmente del trabajo por un máximo de cinco días. Los argumentos son claros: el impacto de una separación puede ser tan profundo como una enfermedad física. Y, de hecho, varios estudios confirman que un corazón roto afecta la concentración, el apetito, el sueño y hasta las defensas del cuerpo.
“¿Cómo no va a doler el desamor si era una persona con la que planificabas tu vida?”, interroga Malena Rivadeneira, estudiante de Abogacía. A ella la dejaron antes de rendir un parcial. Fue por WhatsApp. Terminó el examen entre lágrimas y se fue directo a trabajar. “Me costó días dejar de llorar mientras servía café. Nadie me preguntó qué me pasaba y yo tampoco me sentía habilitada a decirlo. Parecía una excusa”, confiesa.
La cultura del aguante y el trabajo emocional
En la Argentina existe una cultura laboral que premia el aguante. Ir igual. Rendir igual. No mostrar debilidad. Pero esa lógica empieza a chocar con una generación que se anima a hablar del malestar psicológico, del burnout y del peso que implica seguir funcionando en automático mientras por dentro todo se desmorona.
“No quiero sonar exagerado, pero cuando mi novia me dejó estuve dos días sin poder comer. Literalmente. Bajé tres kilos y ni me di cuenta. Tenía que seguir yendo al negocio porque no quería que nadie sospechara nada, pero estaba apagado”, explica Tomás Quiroga, quien trabaja en el negocio familiar.
El caso filipino abrió una grieta generacional. Para algunos adultos, la propuesta puede sonar ridícula. Pero para quienes están en pareja o acaban de salir de una, la iniciativa no parece tan absurda. Es más: muchos coinciden en que ya existe una forma tácita de licencia por desamor, sólo que se toma con mentiras o que se inventan excusas físicas más aceptables socialmente.
¿Y si el problema no es la idea, sino el sistema?
Pedir días libres por motivos personales no es nuevo. Existen licencias por fallecimientos, mudanzas, matrimonio e incluso donación de sangre. Sin embargo, cuando se trata de emociones fuertes no asociadas a lo socialmente “válido”, el sistema todavía no encuentra respuestas claras. ¿Quién decide cuándo una ruptura justifica faltar? ¿Cómo se comprueba? ¿Cuántos días serían razonables?
Para Sofía Acosta, no se trata solo de una ley: “es una forma de decir a la gente que está bien sentirse mal. Que no sos menos profesional por admitir que no podés más por algo emocional”.
Un síntoma de época y un reclamo transversal
La generación que hoy habita los espacios de estudio y trabajo no quiere seguir escondiendo lo que siente. Desde la pandemia, muchos jóvenes tomaron conciencia del peso de la salud mental. Hoy ya no sorprende que alguien diga que necesita ayuda o que un amigo se ausente porque está colapsado emocionalmente. Lo que aún falta es que esas transformaciones se reflejen en las instituciones y las normativas.
“Una ruptura puede dejarte devastado. Yo llegué a pensar que tenía depresión. Me faltaban las fuerzas. Pero igual iba a clases y trabajaba como si nada. No porque podía, sino porque no me daban opción”, dice Malena. Su relato, como el de tantos otros, sugiere que tal vez no hace falta una ley que establezca una licencia por desamor para todos, pero sí un entorno laboral y académico que considere la posibilidad de estar mal.
En ese sentido, el proyecto filipino no es tan descabellado como parece. Quizás no se trata de copiarlo literal, sino de usarlo como disparador para pensar un nuevo modelo de bienestar emocional.
El pedido de fondo: ser humanos también en el trabajo
La gran demanda que emerge detrás del pedido de licencia por desamor es la de humanizar los espacios laborales. Poder decir “me duele” y que eso alcance. Reconocer que no siempre podemos separar lo que sentimos de lo que hacemos. Y que, en ocasiones, lo más productivo que podemos hacer es pausar.
Santiago resume la idea con claridad: “No pido que me paguen por llorar en casa. Pido que entiendan que hay días en los que no debería estar atendiendo gente como si nada hubiera pasado. Que me den el margen para recomponerme y volver mejor”.
En un mundo que avanza a toda velocidad, donde las métricas y la eficiencia rigen los vínculos laborales, una ruptura amorosa sigue siendo un misterio sin casillero. Pero, quizás, no por mucho tiempo más.