El veto del Poder Ejecutivo de Tucumán a la ley que creaba el Cuerpo Provincial de Guardaparques reabrió un debate clave: ¿cómo se equilibra la necesidad de proteger el medioambiente con la sostenibilidad técnica y presupuestaria de las políticas públicas? Lo que en principio parecía un avance en la institucionalización de la protección ambiental, terminó convertido en una disputa política, en la que las prioridades parecen desalineadas y los consensos, insuficientes.
En el Gobierno provincial la decisión se justificó en razones de fondo: inconsistencias legales, ausencia de planificación y una propuesta de financiamiento considerada inviable. El uso de fondos provenientes de leyes ya asignadas, como las de Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos y protección de flora y fauna, fue señalado como problemático, ya que pondría en riesgo programas existentes y debilitaría estructuras ya operativas. También se criticó la falta de participación de áreas técnicas y presupuestarias en la elaboración de la norma, lo que, según el Ejecutivo, dejó sin definir elementos clave como estructura organizativa, equipamiento e infraestructura.
Ante lo sucedido, una legisladora calificó el veto como un “freno a la protección ambiental” y cuestionó que se desoiga una ley aprobada por unanimidad. Según su visión, se trató de una iniciativa seria, fruto del diálogo con expertos y organizaciones ambientales. Para ella, los reparos técnicos eran subsanables en la etapa de reglamentación. Más aún, acusó al Gobierno de una “manía vetadora” que debilita la democracia y vacía de contenido los compromisos con el ambiente.
Ambas posiciones exponen una verdad incómoda: el ambientalismo en Argentina, y particularmente en provincias como Tucumán, sigue siendo una promesa más que una política de Estado. Cuando surgen propuestas concretas, como la creación de un cuerpo de guardaparques, suelen naufragar por descoordinación, falta de articulación y conflictos entre poderes. El veto no niega la necesidad de proteger las áreas naturales, pero retrasa su institucionalización en nombre de una prolijidad técnica que muchas veces brilla por su ausencia en otros ámbitos. Al mismo tiempo, la oposición se aferra al mérito simbólico de la ley sin ofrecer una solución al vacío financiero y operativo que señala el oficialismo. Ni uno ni otro parecen dispuestos a ceder. Y mientras tanto, las áreas protegidas siguen sin personal que las cuide, como recordó la parlamentaria con el caso del parque La Florida.
En tiempos donde el cambio climático ya es una realidad presente, discutir cómo proteger nuestro entorno natural no debería ser un campo de batalla política y debería formar parte del debate de la organización de las finanzas públicas que, por cierto, en estos días se encuentran en una profunda crisis. El ambientalismo necesita salir del margen y ocupar el centro de las decisiones públicas, con diálogo interinstitucional, planificación técnica y verdadero compromiso político.
Queda claro, sobre todo pensando en el mundo que le dejaremos a las generaciones futuras, que blindar los ecosistemas es urgente. Pero para lograrlo, primero hay que trabajar fuertemente en los consensos y trabajar en comunión.