Amarás... al prójimo como a ti mismo. El doctor de la ley respondió acertadamente. Jesús lo confirma: “Has respondido bien; haz esto y vivirás”. Lo narra el Evangelio de la Misa de hoy.
Este precepto ya existía en la ley judía, e incluso estaba especificado en detalles concretos y prácticos. Por ejemplo, leemos en el Levítico: Cuando hagáis la recolección de vuestra tierra, no segarás hasta el límite externo de tu campo, ni recogerás las espigas caídas, ni harás el rebusco de tus viñas y olivares, ni recogerás la fruta caída de los frutales; lo dejarás para el pobre y el extranjero. Y, después de especificar otras muestras de misericordia, dice el Libro Sagrado: No te vengues y no guardes rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Es un lejano anticipo de lo que será el mandamiento del Señor. Pero existía la incertidumbre sobre el término “prójimo”. No se sabía a ciencia cierta si se refería a los del propio clan familiar, a los amigos, a quienes pertenecían al pueblo de Dios... Había diversas respuestas. Por eso, el doctor de la ley le pregunta al Señor: ¿y quién es mi prójimo? ¿Con quién debo tener esas muestras de amor y de misericordia? Jesús responderá con una bellísima parábola, que recogió San Lucas: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándole medio muerto. Éste es mi prójimo: un hombre cualquiera, alguien que tiene necesidad de mí. No hace el Señor ninguna especificación de raza, amistad o parentesco. Es quien esté cerca de nosotros y tenga necesidad de ayuda. Nada se dice de su país, ni de su cultura, ni de su condición social: homo quidam, un hombre cualquiera.
En el camino de nuestra vida vamos a encontrar gente herida, despojada y medio muerta, del alma y del cuerpo. La preocupación por ayudar a otros, si estamos unidos al Señor, nos sacará de nuestro camino rutinario, de todo egoísmo, y nos ensanchará el corazón guardándonos de caer en la mezquindad. Encontraremos a gentes doloridas por falta de comprensión y de cariño, o que carecen de los medios materiales más indispensables; heridas por haber sufrido humillaciones que van contra la dignidad humana, despojadas, quizá, de los derechos más elementales: situaciones de miseria que claman al cielo. El cristiano nunca puede pasar de largo, como hicieron algunos personajes de la parábola.
También encontraremos a ese hombre al que han dejado medio muerto porque no le enseñaron las verdades más elementales de la fe, o se las han arrebatado mediante el mal ejemplo o a través de los grandes medios modernos de comunicación al servicio del mal. No podemos olvidar en ningún momento que el bien supremo del hombre es la fe, que está por encima de todos los demás bienes materiales y humanos. “Habrá ocasiones en que, antes de predicar la fe, haya que acercarse al herido que está al borde del camino, para curar sus heridas. Pero sin excluir nunca de nuestra preocupación de cristianos la comunicación de la fe, la educación de la misma y la propagación del sentido cristiano de la vida”. Procuraremos dar, junto a los bienes de la fe, los de la cultura, la educación, la formación del carácter, el sentido del trabajo, la honradez en las relaciones humanas, la moralidad en las costumbres, el anhelo de justicia social, expresiones vivas y concretas de la caridad rectamente entendida.
Un cristiano no puede desentenderse del bienestar humano y social de tanta gente necesitada, “pero no podemos dejar en un segundo plano la preocupación por iluminar las conciencias en el orden de la fe y de la vida religiosa”.