Hubo un tiempo en el que las calles de Tucumán eran un enorme potrero. Un tiempo en que el fútbol no necesitaba una cancha de césped, camisetas iguales, ni botines de marca; solamente bastaban dos piedras (o buzos) para armar los arcos, una pelota descascarada, y el grito emocionado del viejo y añorado “pan y queso” para armar los equipos. En cada barrio, en cada cuadra, en cada plaza polvorienta había un clásico pendiente; contra “los de la otra cuadra”, contra “los del pasaje”, contra “los de la vuelta”… La pelota rodaba minutos después de terminado el almuerzo y hasta entrada la noche; no importaba si era lunes o domingo: todas las tardes eran de fútbol. Y en esos potreros comenzaban a forjarse los sueños de fútbol grande.

Los que crecimos en ese mundo sabemos que el potrero no era sólo un lugar en el que se pateaba una pelota. El potrero siempre fue una escuela sin pizarrón. Allí se aprendía a gambetear con astucia, a bancarse la patada, a aceitar la picardía y también a pedir perdón. A pelear por un lateral como si fuera el último partido de nuestras vidas, a formar equipo con el que te caía mal, y a respetar a “ese” que jugaba bien aunque fuera del equipo rival. Era un mundo sin árbitros, en el que las reglas se negociaban a los gritos y las injusticias se resolvían con una revancha.

Pero algo cambió. Hoy uno camina por los barrios y ya no ve a los chicos en las calles. Las cuadras están vacías; ya no hay arcos improvisados y el grito de gol no se escucha por ningún lado. Por el contrario, las canchitas solamente entregan un silencio que es cada vez más ensordecedor. Donde antes había destellos de gambetas improvisadas y paredes con el cordón de la vereda, ahora parece haber pantallas encendidas. Ya no hay clásicos de barrio ni torneos relámpagos en los que el sándwich y la coca estaban en juego. En su lugar, hay horas frente a la computadora o al celular; hay más tiempo en casa, en la habitación, en el sillón del living, y menos tiempo en la calle.

¿Qué pasó con el potrero? La respuesta no es una sola. Por un lado está la inseguridad. Hoy la calle está mucho más complicada y muchos padres prefieren tener a sus hijos puertas adentro. Pero por otro está también la urbanización desordenada. Cada vez hay menos espacios en los que se pueda poner a rodar una pelota; las plazas ya no son lo que eran antes. Están más lindas y cuidadas, pero ya no queda lugar para jugar. Y también está, claro, el cambio de época. Hoy el celular, la Play Station, el TikTok, las redes y los streamers hacen que se vea una infancia más conectada pero menos callejera. Más global, pero menos barrial.

Escuelitas de fútbol

También puede ser que haya cambiado la forma de vivir y de sentir el fútbol, porque en los últimos años las escuelitas de fútbol comenzaron a ganar terreno. Hoy grados enteros salen de clases y siguen juntos en el fútbol; así, los chicos juegan con pechera, con horario fijo y pagando una cuota mensual. Es un fútbol más organizado, sí, pero también más dirigido y menos fervoroso. Más disciplinado, pero con menos impronta. “El chico que se cría jugando al fútbol en el potrero siempre tiene un plus por encima del que no lo hace. Cuando hacemos una prueba, es muy evidente la diferencia”, asegura un formador que lleva años en funciones. “Acá vienen muchos chicos que se criaron jugando en sus colegios o en escuelitas de fútbol y, la mayoría de las veces, cuando inician el proceso en el club, les cuesta demasiado”, agrega.

Claro, el potrero también enseñaba otra cosa. La libertad de inventar; de dar rienda suelta a la imaginación, de tratar de copiar a los ídolos que se veían por televisión, de probar un fútbol pleno: sin padres, sin profesores, sin reglas escritas, pero con mucha pasión.

Del potrero al mundo: la disciplina que crece a pasos agigantados en Argentina

Hoy basta con ver los barrios para darse cuenta de que esa cultura se ha ido perdiendo. Los clubes de barrio hacen lo que pueden, pero no alcanzan a absorber a todos. Y no todos los chicos están en condiciones de pagar una escuelita. Por eso la pérdida del potrero produce algo más que una lágrima que rueda por encima la mejilla. Porque ese fútbol sí que era democrático; ahí jugaba el que quería. En la actualidad, en cambio, se necesitan permisos, dinero y estructura.

Y no es sólo una pérdida futbolera, también es una pérdida cultural. El potrero era un lugar de encuentro, de formación, de pertenencia. En esos partidos interminables se forjaban amistades, códigos, identidades que perduraban en el tiempo y que trascendían a un simple equipo. Era el primer lugar en el que se aprendía a convivir, a compartir y a competir sanamente. Era una infancia con rodillas raspadas y camisetas transpiradas.

Del potrero al olvido: la “trampa” que esconde el sueño de llegar a ser futbolista profesional

¿Se puede recuperar el potrero? Tal vez no como era, pero al menos sí su espíritu. Incentivar a que los chicos vuelvan a tomar la calle para jugar, para ensuciarse, para imaginar una gambeta o una atajada colosal. Que vuelvan a inventar un arco con dos mochilas y que vuelvan a decir “el que hace el gol gana”.

Porque un barrio sin potrero es un barrio sin gritos de gol ni caños imprevistos. Y una infancia sin fútbol en la vereda o en la canchita de la esquina, es una infancia a la que le falta calle, polvo y sueños.