Trayectoria
Dedicada a enseñar
El aula fue siempre su lugar. Carmela Lucía Latora pasó de ser alumna a profesora en la Escuela Normal. Empezó a trabajar en 1978 y no se detuvo hasta su jubilación. “La Normal era mi segunda casa. La tarea docente siempre fue mi objetivo en la vida”, cuenta con emoción. Se formó en Ciencias Exactas y Filosofía y Letras, pero nunca quiso estar en la gestión: eligió el aula, donde se sintió plena y acompañada. “Los alumnos me daban vida; me hacían renegar, sí, pero siempre los vi como si fueran mis hijos”, dice. Recuerda con cariño su experiencia enseñando en el establecimiento a estudiantes no videntes, una etapa que marcó su carrera: “ellos me enseñaron a enseñar matemática de otra manera. Fue un desafío, pero también un aprendizaje inmenso”. También guarda con orgullo las Olimpiadas de Matemática, en las que acompañó a jóvenes hasta instancias nacionales e internacionales, y ríe al recordar cómo los alumnos la definían: exigente, firme y frontal. “Yo siempre di clase de pie. Si había que rendir tres veces, se rendía. Lo importante era que aprendieran”, dice. Aunque sus hijos no cursaron en La Normal, sí lo hicieron sus sobrinos, que llevaban su apellido con humor y cierta fama. Hoy, a 150 años de la institución, ella la celebra como lo que siempre fue para ella: su hogar profesional, su cable a tierra, su lugar en el mundo. Y deja un consejo para quienes hoy transitan las aulas: “No le tengan miedo a la tecnología. Bien usada, es la mejor herramienta de este siglo”.
Identidad
Una vida en la escuelas
Víctor Quipildor no necesita hacer memoria: su historia personal está tejida con la de la Escuela Normal. Ingresó como niño en primaria, egresó del secundario en 1975, y luego volvió como trabajador. Fueron 34 años como jefe de preceptores y docente, hasta su retiro en 2019. “Significa una vida de entrega, de amor, de comprensión, de contención. Significa hogar, significa familia”, afirma con una emoción que no necesita elevar el tono. En los pasillos de Muñecas 219 se enamoró, se casó -celebrado por sus colegas en la sala de profesores-, crió a sus hijos y ahora acompaña a su nieta, que cursa jardín. “Toda mi vida está acá”, asevera. Recuerda el día en que nació su primer hijo: salió corriendo del trabajo y lo acompañó un grupo de alumnos. “Casi me corren del sanatorio por la cantidad de chicos que fueron conmigo”, ríe. Para él, educar fue siempre un acto de servicio. Jamás impuso una sanción. Prefería sentarse en el piso a charlar, compartir un almuerzo, coser un botón, lavar un delantal. “La autoridad se gana con respeto, no con miedo”, sostiene. Nunca rompió la confidencialidad de lo que los estudiantes: “Eran cosas que quizás para otros no significaban nada, pero para ellos era su mundo. Y ese mundo me lo confiaron”. Hoy, aunque está jubilado, sigue yendo cada semana a visitar a quienes trabajan allí, camina los pasillos, conversa con docentes y alumnos. “Si tuviera que ponerle un nombre a mi propia escuela, le diría mamá. Por ella soy”, cierra, con los ojos llenos de vida.
Lenguas
Una vida en francés
Rosa Werner conoció a la Escuela Normal en 1984, cuando ingresó con 14 años tras rendir un exigente examen de nivelación. Su hermana ya había pasado por esas aulas; su hermano también. “Era una época difícil. Venía de una familia humilde, de una localidad cercana. Pero en la escuela me integraron desde el primer día. Éramos todos iguales bajo el delantal blanco”, recuerda. Cursó su secundaria, luego el profesorado de Educación Primaria, y con el tiempo volvió como docente. Hoy, además de enseñar francés en el secundario, coordina el programa La Belle France Éducation en el nivel primario, que articula con la Embajada de Francia. La escuela, asegura, siempre fue mucho más que un edificio. “Tenía vida incluso los sábados. Hacíamos teatro, ajedrez, deportes. Era una comunidad vibrante”, cuenta. Hoy, como formadora, acompaña a niños desde jardín hasta el secundario para que aprendan francés con una proyección internacional: “Nuestros alumnos rinden exámenes B1 y B2 en la Alianza Francesa. Eso les abre puertas al mundo”. A pesar del camino recorrido, Rosa no siente que su tarea esté terminada. “La docencia nunca se agota. Nuestro trabajo es formar para la vida, no sólo en la disciplina. Preparar a los alumnos para resolver problemas, para insertarse en lo laboral o continuar en la universidad. Un normalista tiene una impronta distinta. Se nota. Y hay que seguir trabajando para sostenerlo”, plantea.
Despedida
Cerrando etapas
Después de tantos años entre aulas, pizarras y conversaciones con adolescentes, Teresita de la Puente se despide de su segunda casa. El 22 de mayo cumplió años y así inicia su jubilación. “No estoy triste por irme, creo que hay que dar lugar a la gente nueva. Pero voy a extrañar. Fui muy feliz en esta escuela”, señala, con una gran sonrisa. Entró a la Normal en 1992 y, salvo una pausa, enseñó allí hasta hoy. “Si tuviera que elegir de nuevo, elegiría la docencia sin dudarlo. Me encantan los adolescentes. No creo que haya que subestimarlos: tienen muchísimo potencial y, si sabés escucharlos, podés aprender mucho de ellos”, advierte. El inglés fue su pasión desde chica, pero su verdadera vocación fue el aula: ese espacio donde acompañó a generaciones completas y volvió a tener a los mismos alumnos en distintos años. “Es una relación muy especial. Muchos hoy son profesionales y me encanta ver que superaron al maestro. Eso me gratifica”, admite. Ahora, mientras cierra esta etapa, se prepara para cumplir otros sueños: quiere viajar, estudiar y sobre todo, administrar su tiempo. “Mi mensaje para los jóvenes es que sean felices en lo que hagan. Si elegís bien tu trabajo, tu vida puede ser plena. Como lo es la mía”, afirma. Aunque sus hijas no estudiaron en La Normal, todas crecieron sabiendo que esa escuela fue parte de su madre, y de muchas vidas que ella ayudó a formar.
Resistencia
Liderar en pandemia
La cuarentena por el covid la encontró liderando. Rosario Panelo asumió la presidencia del Centro de Estudiantes en 2020, año que rompió todas las expectativas. “Presidir en la pandemia fue particular. Esa es la palabra: reinventar todo desde cero. Todos los proyectos que traíamos se desarmaron y hubo que empezar de nuevo”, cuenta. Desde su computadora y su celular, coordinó tareas que nadie imaginaba: crear aulas virtuales, reenviar materiales, conectar a docentes sin recursos con estudiantes que no lograban acceder a sus clases. “Me levantaba con mails de profesores, separaba claves, publicaba en los grupos, confirmaba que los alumnos recibieran todo. No era consciente en ese momento de la responsabilidad que tenía”, evoca. La escuela siguió funcionando gracias al trabajo silencioso de Rosario y su comisión. “Quienes me acompañaron en ese momento, cada uno tenía sus problemas en casa, pero todos hicimos de todo. La prioridad era ayudar y lo sabíamos”, afirma. Su último año fue virtual casi en su totalidad: solo asistieron un día a clases, antes de los paros y el confinamiento. El reencuentro llegó recién en diciembre, en actos de colación reducidos y distintos. “Fue muy fuerte, porque esperábamos vivir un sexto año como todos los demás. Pero no se dio. Y eso dolió”, reconoce. Hoy, con los festejos por los 150 años, muchos compañeros de su promoción están volviendo por primera vez: “La Normal te cuesta soltarla. Y aunque no pudimos despedirnos como queríamos, siempre es lindo volver”.
Raíces
Última en irse
Aunque terminó la secundaria, Bárbara Díaz Mónaco siente que nunca se fue del todo. “Cuesta muchísimo despegarse de la escuela. Yo creo que uno nunca se termina de ir”, dice, mientras empieza a transitar su primer año en la Facultad de Psicología. Egresada de la promoción 2024, es la última que cerró una etapa y abrió otra. Pero sigue caminando por los mismos pasillos donde cursan su hermano y su prima, y donde aún resuena su historia familiar: su madre, su abuelo y su tía también fueron normalinos. “Mi mamá me decía desde que era chiquita que esta iba a ser la mejor escuela del mundo, y tenía razón”, sostiene. Durante el último año fue presidenta del Centro de Estudiantes. “Fue una bomba. Nos acompañamos, decidimos, hicimos cosas por la escuela. La amamos y también la cuidamos”, dice. La transición a la facultad no fue fácil: menos carga horaria pero más responsabilidades, más libertad pero también incertidumbre. Sin embargo, siente que fue bien preparada: “Los profes del último año te dicen cómo va a ser la facultad, te preparan, te acompañan. Y es verdad”. Hoy, entre recuerdos y desafíos nuevos, sigue llevando a la Normal como parte de su identidad. “Ser parte de esta comunidad es tener sentimiento de pertenencia. Es luchar, cuidar, brillar. Porque en esta escuela uno no sólo estudia: se forma, piensa y aprende a salir siempre con otros”, completa.
Gestión
Dirigir desde el corazón
Andrea Coronel conoció la Escuela Normal a los 10 años, cuando ingresó a quinto grado tras rendir un examen de inglés que fue complicado. Allí cursó toda la secundaria, hizo sus prácticas profesionales, fue docente en el nivel superior y hoy es la rectora de la institución en su cumpleaños 150. “Fue una decisión importante asumir este rol, pero basada en el amor a esta escuela. Quiero verla crecer aún más”, promete con firmeza. Desde octubre de 2023 está al frente de una comunidad que supera los 3.000 alumnos y 400 docentes. Para ella, el mayor desafío es mantener la unidad académica en todos los niveles -maternal, primario, secundario y superior-, y sostenerla en el tiempo hacia el futuro. “La Normal no es un edificio: es un entramado humano, una comunidad viva que hay que conectar todos los días, es comunicación pura”, precisa. Sabe que el cargo no se limita a un horario: lo vive como una entrega completa. “Esto no se resuelve en unas horas de declaración jurada. Es una vida entera dedicada a gestionar, a dialogar, a llegar a acuerdos”, asegura. Como ex alumna y madre de un estudiante actual de la Normal, valora lo que define como el ADN normalino: espíritu crítico, convicción, lucha. “Sabía que no era fácil, porque todos acá tenemos una personalidad fuerte, desde los docentes hasta los alumnos. Pero eso es lo que hace valiosa a esta escuela: salimos convencidos, con objetivos y con herramientas para defenderlos”, puntualiza. Con orgullo y compromiso, Andrea sostiene que su tarea como rectora es, ante todo, custodiar esa identidad.
Ciclos
De alumna a formadora
Mariela Quintana conoce la Escuela Normal desde todas sus caras: como estudiante de secundaria, como alumna del profesorado y ahora como docente en el nivel primario. Desde hace 18 años enseña lengua en cuarto grado, dentro del Departamento de Aplicación, donde también acompaña a futuras maestras en plena formación pedagógica. “Jamás imaginé enseñar en el mismo lugar donde me formé. Es impresionante la emoción que se siente al ver esta escuela desde otra mirada”, señala con una sonrisa cargada de recuerdos. Su rol va más allá del aula: “Nosotras guiamos a las practicantes, las acompañamos en cada paso. Es un honor poder devolver lo que alguna vez recibí”. Recuerda todavía su primer día como docente en la escuela fue intenso. “Sentí miedo y respeto. Aunque conocía la institución, era otro rol, otra responsabilidad”, admite. Hoy, ese temor se transformó en arraigo: “La escuela es mi segundo hogar. Estamos tantas horas que termina siendo parte de uno”. Pero lo que más valora es el impacto humano. “Siempre les digo a mis alumnos: es importante ser buenos estudiantes, pero es más importante ser buenas personas. Solidarios, empáticos, humanos”, señala. Con emoción, observa cómo sus palabras hacen eco en nuevas generaciones, algunas ya convertidas en profesionales. “Veo el deber cumplido. Y eso, para una docente, lo es todo”, aporta.
Compromiso
Más allá del aula
Claudia Gómez camina por la Escuela Normal con la seguridad de quien la conoce desde siempre. Egresada del secundario en 1988 y del terciario en 1993, eligió el profesorado en Educación Primaria desde el primer día. “Ya cuando entré a primer año sabía que quería ser maestra”, cuenta con una profunda ternura. Hoy, además de dar clases en las aulas, trabaja como prosecretaria en el nivel superior, donde recibe diariamente a estudiantes que quieren ingresar al profesorado. “Los veo muy entusiasmados. Presentan notas, vuelven, insisten. Hay un verdadero interés por ser docentes por parte de la juventud”, afirma con orgullo. Estos 150 años de historia la atraviesan también personalmente. “Los vivo con mucha emoción. Pasé tantos años en esta escuela que es imposible no sentirla como parte de mi vida”, confiesa desde su propia historia. Entonces es cuando recuerda su época como alumna, cuando participaba del Centro de Estudiantes y vivía con intensidad los proyectos y actividades que se realizaban. “Es una escuela hermosa, con autodisciplina, participación y comunidad. Siempre le cuento eso a mi sobrina, me hubiese encantado que esté acá”, reconoce. Hoy, como parte de la estructura que sostiene el nivel terciario, ve en las nuevas generaciones el reflejo de su propia vocación. Y sigue sembrando, con la misma convicción de aquel primer día.