“Me gusta ver a los brainrots porque son pegadizos”, dice Joaquín, de 9 años. “Los sonidos se me pegan en la cabeza y los repito y repito. A veces jugamos con mis amigos a quién sabe más en la escuela. Así también nos entretenemos en los recreos.”

“Lo que más me gusta de los brainrots es su humor”, suma Felipe, de 10. “Son medio raros y bastante adictivos. Las imágenes me llaman la atención porque tienen deformidades o fusiones con otras cosas y son muy raros.”

“Mi favorita es ballerina capuchina”, aporta Zoe, también de 10 años. “Me gusta cómo suenan sus nombres. Son divertidos y con mis amigas a veces los dibujamos, o pensamos en crear algunos nuevos, pero no es tan fácil”, dice entre risas.

Así, con entusiasmo y naturalidad, los chicos describen el último furor infantil en redes sociales: los brainrots italianos. Fragmentos de videos deformados, con voces absurdas, estética bizarra y una lógica más cercana al delirio que al relato. Nacieron en plataformas como TikTok y YouTube Shorts, y se esparcen en forma de clips breves y repetitivos que los chicos consumen, imitan y comparten.

Pero ¿qué hay detrás de este fenómeno viral que, para muchos adultos, parece simplemente un ruido sin sentido?

Los algoritmos

El filósofo Tomás Balmaceda analiza para LA GACETA este auge con una mirada crítica: “El fenómeno de los brainrots italianos muestra cómo los algoritmos están reprogramando la cultura del entretenimiento infantil. Ya no se consumen historias completas, sino escenas aisladas que se viralizan por ser raras, exageradas o visualmente llamativas”.

Brainrot italiano: cómo conseguir los muñecos 3D de los personajes virales de internet

Según Balmaceda, estamos ante un cambio profundo, donde lo importante no es el mensaje o la narrativa, sino el potencial viral. “Estos contenidos funcionan como una respuesta algorítmica extrema al mandato de captar la atención en segundos. El algoritmo premia lo que genera sorpresa, confusión o risa involuntaria. Es la lógica del entretenimiento comprimido al máximo: cuanto más absurdo, más viral”, comenta.

Esta lógica, dice el filósofo, no es inocente: “Los chicos ya no están siendo formados en entornos diseñados con intención pedagógica, sino en plataformas dominadas por sistemas de inteligencia artificial que priorizan lo más llamativo y caótico. Es una infancia curada por máquinas que no entienden ni la infancia ni la cultura, solo lo que retiene la mirada.”

DOS FAMOSOS. “Ballerina Capuchina” y Tung Tung Sahur.

¿Y qué pasa con el lenguaje, la risa y la estética cuando lo que consumimos está moldeado por IA y no por humanos? “Nuestra relación se vuelve más reactiva que reflexiva” -explica Balmaceda- “el lenguaje se deforma para viralizarse, la estética se vuelve kitsch o fragmentaria, y la risa responde más a lo inesperado que a lo construido. En ese entorno, dejamos de ser intérpretes activos para volvernos consumidores de estímulos optimizados”.

Para el filósofo, los brainrots son espejos de feria: “No solo reflejan la infancia actual, sino también nuestra forma de habitar el tiempo, el deseo y la atención. Son síntomas de una ecología digital donde lo que importa no es el sentido, sino el impacto inmediato”.

Una herramienta social

Pero el fenómeno no puede leerse solo desde lo tecnológico. También tiene una dimensión emocional, cognitiva y social. Gabriel Lucero, psicólogo especializado en infancia, aporta otra clave: “En el desarrollo infantil, el humor cumple una función esencial: socializa, ayuda a entender normas, a liberar tensiones y a jugar con lo cotidiano”.

Desde su mirada, los brainrots apelan al absurdo, al juego de lo deformado y lo exagerado, que son recursos muy efectivos entre los chicos de entre seis y 11 años, una etapa donde el pensamiento sigue siendo concreto y la capacidad de abstracción está en formación. “Los chistes visuales, las repeticiones, los sonidos raros o situaciones exageradas (como los golpes o las caídas) son extremadamente graciosos para ellos porque apelan a lo que pueden procesar en ese momento”, señala.

Eso sí, Lucero advierte que no es lo mismo repetir frases de moda con amigos en el recreo -como un juego simbólico- que pasar horas frente a la pantalla en soledad. “El problema no es el brainrot en sí, sino la falta de estímulo diverso. Si un niño solo consume ese tipo de contenido y no juega, no se aburre, no crea, no corre ni imagina, ahí sí estamos frente a un riesgo: el de formar receptores pasivos en lugar de actores activos del mundo”, expresa.

Desde Dragon Ball hasta los memes actuales, el humor siempre fue un puente entre generaciones, aunque el contenido cambie con el tiempo. “Lo que hace reír hoy no es lo mismo que hace 50 años, pero la función es la misma: nos une, nos permite explorar lo que está permitido y lo que no, nos ayuda a pensar y a crecer”, remarca Lucero.

¿Problema?

Quizás, como ocurre con otros fenómenos culturales de internet, los brainrots italianos no sean ni buenos ni malos en sí mismos sino simplemente, una forma de expresión propia de esta era de pantallas, algoritmos y humor comprimido.

Lo importante, coinciden los especialistas, no es demonizarlos ni idealizarlos, sino acompañar a los chicos en su consumo, ofrecer otras experiencias y, sobre todo, escucharlos. Como Zoe, que no solo repite frases, sino que inventa nombres, dibuja y juega. O como Joaquín y Felipe, que los comparten en el recreo, los comentan, los transforman.

Porque si algo tienen los niños más allá del algoritmo es una capacidad infinita de apropiarse de lo que ven y convertirlo en juego. Incluso si se trata de una taza de cappuccino que baila para ellos.