En la película “El Rati Horror Show” el cineasta Enrique Piñeyro muestra en directo el sonido y el destrozo que causa una bala al atravesar la carne. Lo hace sobre una media res y con un micrófono junto al trozo de carne. Su intención es que se adquiera conciencia del impacto que tiene la violencia y que quienes tienen responsabilidad en una sociedad anestesiada por el salvajismo se aproximen a entender lo que es el dolor físico.

Su película abrió una puerta para analizar la impunidad con que actúan ciertos estamentos de la Policía y de la Justicia, que en CABA condenaron con pruebas falsas al automovilista Fernando Carrera por lo que se llamó la “Masacre de Pompeya”. Gracias a la denuncia de Piñeyro cambió la situación de Carrera pero la mala praxis de Policía y Justicia quedó en una bruma. Tampoco cambiaron demasiado las cosas frente a la banalidad con que en la sociedad se asume la violencia.

La media res que es baleada en la película representa un cuerpo.

Contraste con las cifras de seguridad

La banalidad pareció reinar en esta semana que pasó. Al mismo tiempo que se conocían los índices de delito más bajos en muchos años, difundidos por el Gobierno en una conferencia de prensa convocada a tal efecto, en un calabozo lúgubre de Los Pocitos un preso recibía un tormento mortal por parte de sus compañeros de celda, casi en la cara de los polícías que custodiaban a los detenidos.

¿Cómo fue el tormento? Con instrumentos punzantes le tatuaron la palabra “rata” en la espalda; cortándolo le dibujaron figuras obscenas en la piel; lo quemaron para borrar las marcas y le pusieron harina en los ojos para que no viera quién lo atacaba. No se sabe si lo violaron ni habría sufrido lesiones o cortes en sus órganos genitales, según denunciaron sus familiares. Parece que todo fue porque había robado una tira de pastillas de psicofármacos.

Hay más: este preso, Víctor Hugo Herrera, de 37 años, cumplía sentencia de tres años por robo y estaba a punto de recuperar su libertad. Pasó toda su condena en esa comisaría periférica. Y lo mataron sin que los policías de guardia oyeran nada, según dijo el abogado Javier Lobo Aragón. También sucedió que el ataque fue el martes 29 de abril pero lo trasladaron al Hospital Padilla dos días después. Han pasado 10 días desde la muerte y ahora la Justicia comienza a investigar esta salvajada. Acaso, como se trataba de un preso adicto, la banalidad hizo que se viera el crimen como una escena de “Game of Thrones”; pero la serie de TV era ficción. Precisamente la banalidad hace que la realidad sea ignorada para que no resulte chocante.

Además contrasta con las cifras de descenso de homicidios y de robos en la provincia, logrados, según dijo el ministro de Seguridad, gracias a una mayor presencia de policías en las calles y a que se hacen mapas de delito con ayuda de la Inteligencia Artificial. Pero eso no se aplica en las mazmorras del sistema carcelario.

Sobre este sistema hubo protestas en las semanas previas, cuando se hizo reclamos sobre los “trencitos policiales” con los que se asegura que se pacifica los barrios conflictivos -que, por cierto, coinciden con las barriadas socialmente vulnerables-. Con los “trencitos” se hacen “razzias” y se detiene durante algunas horas a cientos de jóvenes, se chequea si tienen antecedentes y se los libera antes de que sus familias superen la incertidumbre de tener que buscar un abogado para ver qué les pasó. En un caso hubo seis jóvenes con antecedentes sobre cuatrocientos aprehendidos. ¿Qué opiniones hay sobre el “trencito”? Mucha gente está contenta con que se “pacifique” a los jóvenes que se dedican a beber y molestar en las esquinas. Por cierto que esos operativos no se llevan a cabo en otros sectores sociales como los barrios cerrados, sino en la periferia de todo.

El salvajismo de Los Pocitos no es singular. Tucumán ya tiene sus antecedentes de violencia extrema en democracia -basta recordar solamente la muerte del campesino Omar Espinosa a manos de policías que fueron a intervenir en una carrera cuadrera en Monteagudo- y también en la provincia hubo ha episodios de brutalidad inconcebible como la muerte de un ciudadano colombiano que fue descabezado de un hachazo en El Colmenar en 2018.

¿Casos singulares?

Es de citar que el Consejo Federal del Comité contra la tortura instó hace pocos días a las autoridades de Tucumán a investigar la violencia policial y las condiciones carcelarias. Las autoridades, que hace meses, ante las condiciones brutales de amontonamiento de presos en las comisarías decían que preferían tener delincuentes hacinados antes que sueltos en las calles, ahora se quedaron calladas. Se apoyan en el hecho de que se silenciaron las protestas con la habilitación de pabellones en el penal de Benjamín Paz, a donde fueron trasladados muchos detenidos de las comisarías.

Pero el silencio aturde en Tucumán. ¿Cuánto ha cambiado esta sociedad, si por ahí aparecen casos como la tragedia de María Verónica Leal, del Mercofrut, asesinada hace una semana por su ex pareja a pesar de que ella lo había ido a denunciar en la Oficina de Violencia Doméstica, donde había contado que se había cansado de denunciarlo en la comisaría 4a, sin que se tomaran medidas. La OVD consideró el caso de “riesgo medio”. Banalidad frente al hecho de que todos los funcionarios que en teoría se capacitaron en la ley Micaela no la aplican para reaccionar frente a la violencia de género.

Violencia subyacente

Vendría bien preguntarse si estos casos que de vez en cuando sacuden a la sociedad como si fueran parte de una serie de TV o como algo que ocurre allá lejos de la tranquilidad de casa deben ser estudiados como parte de la violencia subyacente en la sociedad. ¿Los estudios sobre descenso del delito contemplan esa violencia, o las autoridades consideran que no les compete? Tal vez habría que ver de nuevo “El Rati Horror Show” y sensibilizarse frente al impacto de la violencia. Al menos los casos de Los Pocitos y del Mercofrut muestran un descenso a la barbarie que quizás podría haber sido evitado.