En la secundaria te aplauden por tener buenas notas, te ponen adelante en los actos y te señalan como “el ejemplo”. Te preparás durante años para entrar a la facultad, pero, cuando llegás, algo se desacomoda. La seguridad que tenías tambalea. La carrera que elegiste no era lo que esperabas, te cuesta organizarte y no entendés cómo estudiar. De repente, te sentís perdido.
¿Y si ser buen alumno en el colegio no alcanza para sostenerte en la universidad? ¿Y si el verdadero aprendizaje empieza recién cuando todo eso que dabas por seguro deja de funcionar?
Durante años, nos enseñan a seguir indicaciones, a estudiar para las pruebas, a entregar los trabajos a tiempo. Aprendemos a sacar buenas notas. A destacarnos. A cumplir. Pero muy pocas veces nos enseñan a equivocarnos, a reinventarnos o a empezar de nuevo cuando algo no sale como esperábamos.
La universidad no es solo una institución: es un idioma nuevo, una manera distinta de estudiar, de pensar, de ser. Es un lugar donde se espera que sepas moverte solo, sin que nadie te diga qué hacer. Para algunos, ese cambio resulta liberador. Para otros, profundamente desconcertante.
Benjamín, Constanza y Lucas fueron alumnos brillantes en el colegio. Participaban en olimpíadas, tenían reconocimiento y eran los “mejores promedios”. Hoy miran hacia atrás y coinciden en lo mismo: ese rendimiento no los preparó para lo que vino después.
Cuando el aula deja de ser mágica
Benjamín Bertini terminó la secundaria como abanderado en el Colegio del Sol. Había hecho talleres de oratoria y participado en modelos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Leía con pasión, exploraba y se interesaba por todo. Era, sin dudas, un alumno modelo.
Pero más allá de las materias, lo que lo entusiasmaba era lo que él llamaba “la magia”: ese asombro por lo desconocido que encontraba en los libros de Harry Potter o en las películas de ciencia ficción. Cuando tuvo que elegir una carrera, pensó: si no puedo estudiar magia, voy a buscar algo que sea lo más parecido y allí se encontró con la Biotecnología.
Ingresó a la Universidad Nacional de Tucumán con una mezcla de entusiasmo y de expectativas altas. Pero el primer año fue otra historia. “Iba (a clases) con muchas ganas, pero las materias eran muy generales: no tenían nada que ver con lo que yo pensaba que era la biotecnología”, recuerda. “Yo quería crear cosas, experimentar, y me encontraba con química, física, matemática. Fue un bajón”, añade.
Pasó de ser el que siempre tenía todas las respuestas a uno más entre decenas de alumnos. Sintió que nadie lo conocía. Que lo que lo había constituido en la secundaria —su desempeño— ahora no servía. Fue duro darse cuenta de que tenía que construirse de nuevo. Que todo lo que había hecho antes no le garantizaba nada ahora.
Además, algo más profundo le pasó factura: la necesidad de validación. “En el colegio te felicitan, te reconocen, te dan una medalla y tus padres se enorgullecen. En la facultad, nadie te dice nada. Y si te va mal, sos vos con vos mismo. Tenés que aprender a sostenerte solo”, refiere Benjamín.
El clic con Biotecnología no fue inmediato. Cuando pudo empezar a experimentar en laboratorios y aplicar lo aprendido, volvió a sentir ese entusiasmo que lo había llevado a elegir la carrera. En el medio, hubo frustración, desencanto y dudas. También contención: sus amigos, que atravesaban procesos similares, fueron clave para no soltar. “La ciencia es la magia del siglo XXI”, dice ahora convencido. “Pero tuve que aguantar la frustración, el desencanto, la duda. Sin eso, no hubiese llegado hasta acá”, reflexiona.
En el presente Benjamín forma parte de una startup que se dedica a producir y diseñar soluciones de conservación de alimentos. Dice que encontró su lugar. Pero también dice que nadie le había avisado que iba a costar tanto llegar hasta allí.
Darse permiso para cambiar
Constanza Martino también había tenido un recorrido destacado en la secundaria. Siempre organizada, responsable, con buen promedio y una idea clara de su futuro. Pero, al ingresar a la universidad, esa claridad empezó a desdibujarse. Lo que parecía una elección segura empezó a pesarle: las materias no la entusiasmaban, estudiar se volvió una carga y las dudas se multiplicaban.
La posibilidad de cambiar de carrera no fue inmediata. Al principio, la sola idea le generaba culpa: por el tiempo invertido, por lo que podían pensar los demás, por sentir que estaba fallando. Pero con el tiempo entendió que correrse de una elección no era rendirse, sino animarse a escucharse.
Ese “permiso para cambiar” —que muchas veces no se ejercita ni en la escuela ni en la familia— fue clave para redirigir su camino hacia algo que realmente la motivara. Hoy se siente más conectada con su vocación y, sobre todo, con su bienestar. Reconocerse en duda también fue una forma de crecer.
Bajar la vara sin dejar de avanzar
Lucas Orieta tenía un historial brillante en la secundaria: participaba activamente, ganaba premios y sobresalía en múltiples áreas. El reconocimiento era casi parte de su identidad. Al llegar a la universidad, esa vara tan alta con la que medía su rendimiento empezó a volverse en su contra.
Algunas materias lo descolocaron. Le costaba adaptarse a ciertos contenidos y, por momentos, se sintió frustrado por no poder rendir al nivel que él mismo se exigía. Probó distintas carreras, se replanteó decisiones y en el camino aprendió algo fundamental: ser responsable no implica ser perfecto.
Bajar la vara no significó rendirse, sino comprender que el contexto cambia y que cada etapa trae sus propias reglas. Hoy Lucas combina su perfil docente con la comunicación, y cuenta que, aunque conserva su compromiso académico, aprendió a reconocer que los procesos también tienen baches, curvas y tiempos que hay que respetar.
Un cambio que duele, pero transforma
Las historias de Benjamín, Constanza y Lucas son distintas, pero tienen algo en común: durante la universidad, todos tuvieron que desarmar la idea que previamente habían generado sobre sí mismos. Y eso duele. Duele no entender, no rendir, no saber si se está en el lugar correcto. Duele, sí, pero también transforma.
Porque rendir bien no es todo. Porque adaptarse lleva tiempo. Porque cambiar de rumbo también es parte del camino. Y porque nadie te dice que el verdadero crecimiento empieza justo ahí: cuando todo se pone difícil y, aún así, decidís seguir.