El pueblo de Dios deja atrás la esclavitud de Egipto y empieza una nueva vida en la Tierra Prometida. El maná cesa: ya no es necesario, porque han alcanzado la promesa de Dios: “Los hijos de Israel comieron de la cosecha de la tierra de Canaán”. Imagen de la conversión: dejar atrás lo viejo para vivir de la providencia de Dios en plenitud.

El Dios-amor se concreta en el Padre misericordioso, que a través del Hijo sale al encuentro de las “ovejas descarriadas de Israel”, y les regala su Espíritu Santo, sin pedirles nada a cambio. Dios nos ofrece el cielo como un don: esto no nos ahorra las pruebas y trabajos, sino que nos da los consuelos suficientes para poder superarlos, y así perseverar en el camino de la salvación.

La alegría única proviene del perdón de corazón y de la confianza puesta en Dios. Dios libra de la angustia a quienes lo buscan, es la fuente del perdón y de la confianza, del amor y la alegría. Un amor que es tan misericordioso como misterioso. Toda nuestra vida es tiempo de oportunidad, y siempre es oportuno darle gracias a Dios por sus dones y asistencia constante. Y pedirle su ayuda eficaz, en especial cuando más la necesitemos.

La perícopa de la segunda carta de san Pablo a los Corintios se centra en nuestra renovación en Cristo. La idea transmitida es que “somos nuevas criaturas en Cristo”. La reconciliación con Dios transforma al hombre de una forma profundamente interna e íntegra. La Palabra divina fortalece nuestro corazón y da nuevas luces a nuestros sentidos.

Cristo es quien hace posible la restauración total. Su concreta y santa humanidad sirve como un puente universal entre el mundo divino y el humano. Estamos llamados a ser embajadores de la paz y de la reconciliación: signos de unidad en medio de las dificultades de la vida.

El Evangelio de Lucas nos ofrece la parábola del hijo pródigo, que nos recuerda el amor ilimitado de Dios: el Padre nos acoge, perdona y restituye; reconcilia a todos con todos, y al mundo con Dios mismo.