Por Presbítero Marcelo Barrionuevo

Empezamos la Cuaresma para seguir el ejemplo de Cristo que, al inicio de su actividad mesiánica en Israel, “durante 40 días fue tentado por el diablo” (Lc 4,1). Nos hallamos ante un acontecimiento que afecta profundamente. La tentación de Jesús en el desierto ha sido un tema fecundo de reflexión y creatividad. ¡Tan profundo es el contenido de este acontecimiento! Dice mucho de Cristo: el Hijo de Dios que se ha hecho verdadero hombre.

En este período, incluso más que en cualquier otro, el hombre debe hacerse consciente de que su vida discurre entre el bien y el mal. La tentación no es más que dirigir hacia el mal todo aquello de lo que el hombre puede y debe hacer buen uso. Si hace mal uso de ello, cede a la triple concupiscencia: de los ojos, de la carne y del orgullo de la vida. En cierto sentido, ello deforma el bien que el hombre encuentra en sí y alrededor de sí y falsea su corazón. Desviado de este modo, el bien pierde su sentido salvífico y, en vez de llevar al hombre a Dios, se transforma en instrumento de satisfacción de los sentidos y de vanagloria.

Es preciso, sobre todo, que en el tiempo de Cuaresma cada uno entre en sí mismo y se dé cuenta de cómo siente específicamente esta tentación. Y que aprenda de Cristo a superarla, porque la tentación nos aparta de Dios y nos dirige de modo desordenado a nosotros mismos y al mundo.

La primera lectura del libro del Deuteronomio invita a ofrecer a Dios en sacrificio las primicias de los frutos de la tierra. Si la tentación nos dirige de modo desordenado hacia nosotros mismos y hacia el mundo, tenemos que superarlo precisamente con el sacrificio. Cultivando el espíritu del sacrificio no permitimos a la tentación que prevalezca en el corazón, sino que lo mantenemos en clima de interioridad y de orden.

El Salmo responsorial 90(91) nos enseña la confianza en Dios y a abandonarnos en su santa Providencia: “Tú que habitas al amparo del Altísimo,/ que vives a la sombra del Omnipotente,/ di al Señor: ‘refugio mío, alcázar mío,/ Dios mío confío en ti’”. Así dice el hombre, y Dios responde: “Se puso junto a mí: lo libraré;/ lo protegeré porque conoce mi nombre,/ me invocará y lo escucharé./ Con él estaré en la tribulación,/ lo defenderé, lo glorificaré”.

Las lecturas de la liturgia de hoy parecen decir: si no quieres ceder a las tentaciones ni dejarte guiar por ellas hacia caminos extraviados, ¡eé hombre de oración! Ten confianza en Dios, y manifiéstala con la oración. ¡Sé hombre de fe profunda y viva! Sobre todo, ahora, en el tiempo de Cuaresma, renueva tu fe en Jesucristo: crucificado y resucitado. ¡Medita la enseñanza de la fe! ¡Medita sus verdades divinas! Y principalmente: penetra con la fe tu corazón y tu vida (“Por la fe del corazón llegamos a la justicia”).

Profesa esta fe con la mente y con el corazón; con la palabra y con las obras: (“por la profesión de los labios llegamos a la salvación”). “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Efectivamente, debemos orar cada día por el pan cotidiano. Pero, al mismo tiempo, debemos vivir para la eternidad (homilia del Papa Juan Pablo II).