Su idea de la profesión era firme. Ser librero era una pasión contra la estupidez. No soportaba las poses de derechas ni de izquierdas. Hay que asumir el rol y estar dispuesto a juzgar al comprador por el libro que lleva. Tenía una verdadera fauna entre de clientes, de la cual dos especímenes le eran altamente insufribles: quienes se excusan con un “es para regalo”, como si comprar basura de regalo fuese una operación distinta a la de hacerlo para la propia lectura; los otros, los que a veces aciertan aunque sólo llegan hasta el mostrador y piden un libro, desconociendo el placer de buscar, el más genuino, ya que lo demás, el resto, es igual a ir al supermercado. Es un orgullo suyo el hecho de que casi todos los tucumanos tienen algún episodio donde les negó llevar un libro que veían en existencia. “No en mi turno”.

En un momento encontró una vara alta, un abogado, gran lector, conocedor de libros y del “gran libro del mundo”, como llama Descartes a la experiencia de viajar. Quizás siempre viajaba, como siempre leía. El Doctor era el cliente ideal. Escudriñaba por horas los estantes y salía siempre con alguna joya. A veces clásicos, otras algunas novedades prometedoras. Una que otra novela histórica, biografías de lugares y personas, guías de turismo que eran una genialidad, buena poesía y filósofos de esos que escriben bien. No esquivaba la literatura latinoamericana, rusa, histórica, los unieron más de 18 años de silenciosa complicidad.

Su historial de libros era impecable, hasta que un día de junio de 1998 le viene con Stephen King. Nunca antes había caído en esas novelas en las que sólo se encuentra terror explícito y sangre segura, que el librero aborrecía. Esa vez no se deslizó con lentitud por los anaqueles, demorando el placer, sino que fue directo a la zona, sacó “Cementerio de Mascotas” y lo puso sobre el mostrador. Al episodio le sucedieron al menos una docena: “Eso”, “El Resplandor”, “Carrie”, y otras de King o de alguno que esté a la par. El librero cedió cada vez, con mucha pena, tenía suficiente crédito en buen gusto. Hasta el día que me pidió “El exorcista” de la versión de Blatty y no me pude contener:

-No Doctor- le dijo mientras retenía el libro- No puedo creer que lleve tanta porquería de terror.

-Ah mi querido Jorge de Burgos - contestó con humor - me esperaba su objeción: ¡cuántas veces salí alegre de su librería por su silenciosa aprobación! Y ahora, claro, lo trastorno ¿no es verdad?, desde ”Cementerio”, ¿no es cierto?

Asintió.

-¿Sabe? quizás necesito que me entienda. O quizás no. Quiero decir, no es que quiera su aprobación, eso seguro que no, ¿me disculpa que le diga así?

No tuvo alternativa.

- Mi querido sabueso, me diagnosticaron un cáncer terminal y desde entonces sólo los libros de terror me hacen bien; ya no necesito transportarme a distintos lugares y tiempos del mundo, Necesito pincharme fuerte para sentir, nada me conmueve, ninguna belleza me inspira, solo quiero un mazazo. Las novelas de terror son ese desahogo, mi grito bajo el agua.

No sé –prosiguió- qué pensará usted. Lamento que mis compras lo alteren, pero debo confesarle que no está usted desligado de mi catarsis, porque ¿me va a disculpar, por favor, me puede usted perdonar?, me ha encantado decepcionarlo, e incluso verme horrible a través suyo. Así no dejarle la idea de que hay un lector ideal ¿Me entiende?

Le extendió el libro y se negó a cobrarle.