Irene Benito

Para LA GACETA

RÍO GALLEGOS-PUERTO ARGENTINO/STANLEY-SAN MIGUEL DE TUCUMÁN.- El viaje a las Islas Malvinas es una inmersión a la experiencia lingüística singular propia de un territorio en disputa, conflicto que pasó del pronunciamiento pacífico a las armas en la conflagración de 1982 promovida por la Dictadura argentina y que acabó en derrota. Aquí se comprueba que las guerras se libran en las palabras: también se verifica cuán poco consiguen los esfuerzos por dominar el idioma. Pese a los casi 200 años transcurridos en el empeño, los censores y los intolerantes de un lado y del otro de la línea de fuego no han logrado “purificar” el vocabulario hasta borrar los rastros de la cultura enemiga. Por mucho que se intente controlarla desde arriba, la lengua, la más democrática de las creaciones humanas, hará de forma indefectible lo que se le antoje. O lo que se le antoje a la mayoría de sus hablantes.

SEÑALÉTICA EN INGLÉS. Y una advertencia: por favor maneje con cuidado.

Argentinos y kelpers mantienen una contienda sin concesiones en el terreno de los topónimos. Y cualquiera que se atreva a moverse de la línea oficial recibirá los cascotes de quienes no conciben que se pueda estar en paz con el hecho de que un lugar sea llamado de dos o más formas distintas. Muchos sitios en el mundo reciben denominaciones múltiples (para el caso existe un país europeo que se conoce como Holanda aunque sus autoridades impulsen el sustantivo Países Bajos), pero en pocos resulta tan ofensivo emplearlos indistintamente como en el archipiélago del Atlántico Sur.

Si entre argentinos se hablara de Islas Falklands (o Falkland Islands en inglés) o entre isleños (“falkland islanders” o “falklanders”) de Islas Malvinas, la cena podría acabar a los gritos. Y usar la fórmula Malvinas/Falklands o viceversa tampoco calma los ánimos: el mínimo reconocimiento del otro es razón suficiente para ingresar a la lista de los cipayos traidores vendepatrias.

HISTORIA EN LA CARTELERÍA. En una de las zonas emblemáticas de las Islas.

El Diccionario Panhispánico de Dudas de la Real Academia Española es terminante en cuanto a que deben usarse “Malvinas” -y no “Falkland”-, y el gentilicio “malvinense”. Y si bien la Organización de las Naciones Unidas considera que la forma correcta de referirse a este Territorio Británico de Ultramar es “Falkland Islands (Malvinas)”, lo cierto es que esta solución resulta inusual fuera de los papeles oficiales. Como si se tratara de un partido de fútbol, algunas autoridades festejan cuando la camiseta que visten en la contienda Islas Malvinas versus Falkland Islands es adoptada por una tercera parte. Ocurrió el mes pasado, cuando el embajador británico en Paraguay, Ramin Navai, posó con una taza de Cerro Porteño luego de que ese club de Asunción designara al archipiélago como “Falkland Islands (United Kingdom)”.

DOCUMENTACIÓN. Del castellano al inglés a bordo del vuelo de línea.

La evidencia de que argentinos, y kelpers y sus aliados ingleses se baten en el campo del idioma surge en el propio aeropuerto. Mientras que en Río Gallegos (Santa Cruz) se anuncia sin más un vuelo hacia Puerto Argentino, en la tarjeta de embarque que emite la compañía de origen chileno Latam consta que el avión tiene como destino Mount Pleasant (Monte Agradable), que es el nombre de la aeroestación y base militar de las Islas. A esta discrepancia le sigue otra todavía más significativa: si para volar desde Santa Cruz basta con la presentación del DNI, como ocurriría con cualquier otro traslado doméstico, en Mount Pleasant hay que hacer, pasaporte en mano, un trámite migratorio semejante al que implicaría entrar en el Reino Unido. En 740 kilómetros -una hora y 10 minutos- de vuelo en línea recta desde el continente hubo “un cambio de mundo”, cuya expresión fehaciente es la irrupción de la lengua de William Shakespeare. La señal definitiva es ese cartel ubicado fuera de la sala de arribos que desea una buena estadía; aconseja manejar con cuidado y dice: “Welcome to the Falkland Islands”.

Malvinas aquí y allí

Los primeros minutos en las Islas desmontan en forma abrupta la imagen diseñada en abstracto de las Malvinas. No debe haber un lugar más limpio y ordenado en América del Sur. Estas constataciones y contrastes se van llenando de paisajes, y de autos con volantes a la derecha: la vegetación al ras del suelo, los “ríos de piedras”, el salpicado de lagos y unas lomadas que por momentos se animan a erigirse en montañas. El comentario ineludible es la ausencia de árboles. Los pocos ejemplares que hay han sido colocados por seres humanos y deberían recibir una condecoración por la tenacidad con la que dan pelea contra el viento. Estas visiones se suceden hasta que aparece la silueta de Puerto Argentino, que aquí es Stanley. En el hotel Malvina House, alguien se acerca y cuenta una historia que ilustra la obstinación con la que se combate todo lo que huela al viejo enemigo: dice que el hotel no se llama como se llama por “las Malvinas”, sino por el nombre de pila de su dueña. Es el primer encuentro lingüístico: también hay mujeres llamadas Malvina en la Argentina.

Pero el sabor de la coincidencia se diluye pronto. Un paseo por la calle principal de Puerto Argentino/Stanley, Ross Road (o “Front Road”), que en los días de desembarco de cruceros se transforma en una vía políglota, revela cuánto malestar queda entre los isleños con los compatriotas del dictador Leopoldo Fortunato Galtieri, sin discriminación de posturas acerca de la Guerra de 1982. Un cartel manuscrito colocado en la segunda planta de una casa situada casi al frente de la Catedral de la Iglesia de Cristo, el templo principal de las Islas, expresa: “to the Argentine Nation and its people. You will be welcome in our country when you drop your sovereignty claim and recognize our right to self determination”. Traducido: “A la Nación Argentina y a su gente. Ustedes serán bienvenidos en nuestro país cuando abandonen su reclamo de soberanía y reconozcan nuestro derecho a la autodeterminación”. Al parecer, el mensaje lleva bastante tiempo ahí: los turistas lo fotografían tanto como a la escultura con huesos de ballena que decora la Catedral.

Diplomacia digital

La toponimia es un ámbito tan fértil para la batalla cultural que hasta los Mapas de Google registran el desdoblamiento: si se ingresa a la aplicación desde la Argentina, esta ofrecerá el catálogo de nombres aceptado allí, mientras que seguirá el canon de los kelpers si se lo usa desde las Islas. Es salomónica la diplomacia digital. Lo que en un lado se conoce como Isla Soledad en el otro se identifica con el nombre West Falkland, mientras que la ínsula Gran Malvina recibe la denominación de East Falkland. El desdoblamiento sucede con casi todo en estos 778 islotes: Pradera del Ganso es Goose Green; Puerto Soledad es Port Louis; Puerto Mitre es Port Howard; la Isla del Rosario es la Isla Carcass y así ad infinitum.

“The corral”

Más allá de la cartografía y de los límites urbanos de Puerto Argentino/Stanley, se relaja la preocupación por sacar del idioma de las Islas las huellas del de Miguel de Cervantes (y de José Hernández). El campo, para empezar, se llama de manera muy similar, “camp”, y abarca toda superficie disponible con la excepción de la única ciudad. En este ámbito dado a preservar las tradiciones se advierten los vestigios dejados por los gauchos rioplatenses que participaron de la vida rural: en el asentamiento de Darwin (debe el nombre al naturalista Charles Darwin, quien pasó una noche allí en 1833) se destaca un corral de piedra con un palenque central cuyo diseño lo emparenta a los que podrían encontrarse en cualquier puesto de montaña de la Argentina. Los isleños conocen a este recinto como “the corral”. Y al lado hay un galpón designado como “the galpon”, sin tilde en la “o”.

La presencia de la tradición criolla hispanoamericana se proyecta de un modo intenso en todo lo que tiene que ver con los caballos. Aunque los equinos han sido reemplazados por las camionetas Land Rover y por los cuatriciclos, y ya casi no quedan pastores de ovejas que se desplacen a cuatro patas, hasta hace no demasiado tiempo las labores del “camp” eran ejecutadas por jinetes. Y es impactante ver cómo por ese conducto entraron los ponchos, y las monturas y accesorios típicos del continente. Una muestra muy amplia de estos aparejos, muchos de los cuales conservan las denominaciones gauchescas, forma parte de la exhibición permanente del Dockyard Museum.

La Guerra de 1982 desgarró la comunicación de culturas que con matices había habido en las Islas desde siempre. La llegada de las tropas acarreó para los kelpers (sustantivo derivado de un alga de la zona) el punto de partida de una nueva identidad con componentes anglófilos reforzados. Esa transformación se reflejó en la lengua con una novedad: las fuerzas británicas enviadas por la primera ministra Margaret Thatcher bautizaron a los isleños como “bennys” por encontrar que sus peripecias se asemejaban a las del popularísimo comediante Benny Hill. Aunque después de la contienda las autoridades británicas prohibieron esa manera de nombrar a los isleños por sus connotaciones peyorativas, ya no pudieron frenar el empleo de la palabra “benny”, lo que otra vez corrobora que la lengua muta por sus propios medios ajena a las intenciones y políticas de los gobiernos.