Por José María Posse

 Abogado, escritor, historiador.

Hemos visto en las recientes notas acerca de don Bernabé Aráoz su infausto final, frente a un pelotón de fusilamiento en la pared sur de la Iglesia de Trancas Viejo, el 24 de marzo de 1824. También leímos acerca de la carta de despedida a su mujer, donde además le señala una serie de recomendaciones acerca de sus deudas y acreencias. Poco se conoce acerca de lo ocurrido luego, en su seno familiar. El derrotero de la estirpe quedó bajo la responsabilidad de doña Teresa Velarde, su joven mujer viuda, a cargo de una extensa familia habitando en la casa solariega, morada por sombras que susurraban historias de tiempos pasados. Pero la tragedia no terminó de golpear a su puerta.

Degollado

Su hijo, el coronel José Ignacio Aráoz, corrió una suerte similar a la de su padre 17 años más tarde, aunque sus verdugos no fueron tan indulgentes en darle tiempo para arreglar sus cuentas con Dios y con los hombres. El 19 de septiembre de 1841, la “Liga del Norte contra Rosas” quedaba destrozada luego de la Batalla de Famaillá. La ira de los vencedores comandados por el general Manuel Oribe se desató incontenible en todo el territorio tucumano y alcanzó a provincias vecinas. Marco Avellaneda, líder del movimiento fue capturado en Metán y degollado bárbaramente junto a otros complotados. Muchos escapaban con su cabeza puesta a precio rumbo a Bolivia y Chile. Otros, esperaron el devenir de los acontecimientos en sus haciendas, temerosos que su huída provocara venganzas sobre sus familiares.

Tal fue el caso del joven coronel José Ignacio Aráoz, quién había sido designado comandante de Monteros en 1840/1841. En ese carácter colaboró activamente en la Liga del Norte. Por orden directa del gobernador Bernabé Piedrabuena envió a las tropas ganado, armamentos y refuerzos en hombres y materiales desde su jurisdicción.

Sabemos poco acerca de él; conocemos que era un hacendado importante en la estancia familiar de La Florida (jurisdicción de Monteros), también que era poeta y dado a la lectura y escritura. Estaba casado con doña Francisca Córdoba, quien le había dado varios niños, por entonces de corta edad, y estaba recientemente embarazada. Aráoz participó en la batalla y comandó tropas durante las acciones. Al concluir, licenció a sus milicianos y se escondió en los montes unas semanas, esperando que el escarmiento de los primeros días, diera lugar a una pacificación como había ocurrido años atrás cuando las invasiones de Juan Facundo Quiroga. Luego de un tiempo se animó a arrimarse a los ranchos y finalmente se asentó en su estancia, mientras se comunicaba por cartas, enviadas por un hombre de confianza con su joven mujer y su madre, quienes habían quedado en la casa paterna en San Miguel de Tucumán.

Por una delación supieron de su paradero, pero no lo fueron a buscar, a sabiendas que podría escapar y perderse en la foresta, que conocía como pocos, ya que se había criado allí. El hábil y taimado coronel Mariano Maza le envió una misiva, conminándolo a presentarse de inmediato ante él, como única forma de conseguir un perdón y evitar que las mujeres de su familia sufrieran las consecuencias. No bien llegado al campamento de los federales, se lo desmontó y lo detuvieron con la orden de presentarlo de inmediato en la comandancia en Monte Grande.

TESTIMONIO. Teresa Córdoba de Aráoz fue una habitante célebre de la propiedad y dejó escritos que refieren a su vida.

Nueva despedida

En una emotiva carta fechada en Monteros el 24 de noviembre de 1841, el coronel Aráoz escribe a su madre, doña Teresa Velarde: “Mi muy amada madre: en este momento son las cinco de la tarde, me acaban de llevar preso por orden del señor coronel Maza, y me pasan en este momento a alcanzar dicho señor. Yo marcho a mi destino tranquilo porque se me atienda, como lo creo de este señor, no hay hombre que me pruebe el menor hecho. Se lo comunica a usted este suceso, su amante hijo B.S.P” (besa su pie).

Sin embargo, el sanguinario Maza lejos de perdonarlo, ordenó que lo degollaran allí mismo y luego saqueó e incendió sus haciendas. Tenía 35 años. Nuevamente doña Teresa recibía una nota póstuma, de puño y letra de un ser amado; su vida ya signada por la tragedia se circunscribió a las paredes de la casona familiar. Allí acogió a su nuera viuda y a sus hijos, resguardando para siempre la memoria de su marido e hijo, ambos asesinados por la barbarie de tiempos oscuros. Allí, en esa vivienda de calle Congreso primera cuadra se criaron los niños del malogrado José Ignacio; se criaron entre risas infantiles, eternos rosarios y algunos atardeceres de llanto, al recordarse tal o cual fecha funesta para los Aráoz; allí se comprometieron y casaron. Una de ellas, Francisca, contrajo matrimonio con su pariente, el importante hacendado monterizo, don Domingo Aráoz, fueron padres del luego célebre Dr. José Ignacio Aráoz, uno de los más destacados miembros de la Generación del Centenario.

Al fallecer su marido, doña Francisca fue a vivir también con sus hijos al caserón de calle Congreso 36. Con el tiempo, por esos jardines corretearon las nuevas generaciones jóvenes, dando vida renovada a los patios floridos. Teresita Córdoba Aráoz, el último retoño de esa generación y casualmente última habitante de la casa, dejó escritas unas líneas fechadas en marzo y julio de 1966, que desde el tiempo vuelven a dibujarse para emocionarnos:

“Corría el año 1853 y era uno de esos días radiantes de la primavera tucumana, en que se mezcla el perfume de los azahares con la belleza de los lapachos y ceibos floridos. María Teresa (Velarde de Aráoz) asomada a una ventana que da al patio de la vieja casona aspira el aire embalsamado y mirando al cielo suspira. Luego con paso vacilante recorre una a una las habitaciones, y mira los muebles, los cuadros y todos los objetos que lo rodean como cuando se quiere grabar en la mente aquello que se ve por última vez, o se teme nos sea arrebatado. Se apoya al pasar en una mesa escritorio, la mira y las lágrimas nublan sus ojos. Aquel mueble había pertenecido a su esposo y se había firmado en él, el acta de la Independencia. Pero María Teresa piensa también en el drama de Trancas. Abre un viejo ropero, saca la chaqueta ensangrentada de su esposo y la besa… En ese momento entra corriendo una linda niña de pocos años, es su nieta Panchita que viene hacia ella y le tiende los brazos.

- Abuelita, le dice alegremente, ¿vamos un ratito a la huerta? ¡ Si vieras qué linda está!

María Teresa se enjuga las lágrimas y guarda silencio queriendo ocultar a la niña su emoción; pero al fin accede; llegan, y se sientan debajo de un algarrobo.

- Abuelita (le dice cariñosamente Panchita). ¿Es cierto que es aquí donde estamos sentadas nosotras, conversaba el abuelito Bernabé con San Martín y Belgrano?

Y sin esperar la respuesta, la niña continúa su conversación.

- Y sabés?, me ha contado la Simona que en la sala grande se reunían los Congresales, y que también hubo una fiesta que vino mucha gente y que vos abuelita estabas muy linda, y que también había una niña vestida con un traje celeste que era muy bonita y que se llamaba Lucía.

Con picaresca sonrisa añade;

- Y sabés? dicen que Belgrano el general quería casarse con ella. ¿Es cierta la historia abuelita?

María Teresa la mira dulcemente, sonríe, y con un leve movimiento de cabeza contesta afirmativamente. La niña mira hacia un patio y se retira corriendo detrás de una mariposa que se ha posado en un florido y fragante aromo, y luego de recoger algunas flores las deposita en manos de su abuela. María Teresa, abstraída en sus pensamientos, parece ignorar todo lo que hay de belleza a su alrededor, mientras su nieta apoyada en el tronco del algarrobo contempla extasiada una hermosa planta de Santa Rita cuyas flores caen graciosamente sobre una ventana colonial. De pronto la niña se acerca a su abuela y sentándose en sus rodillas la mira fijamente, muy seria, como si quisiera desentrañar lo que para ella es un misterio, y ca si al oído la interroga.

- Dime abuelita ¿Por qué yo nunca lo he visto a mi papá como lo ven al suyo las demás chicas?

María Teresa palidece, el drama de su hijo degollado en Monte Grande viene a su mente y le parece ver su cabeza ensangrentada en las manos del verdugo. Pasa su mano temblorosa por la frente como si quisiera desechar una terrible pesadilla y cerrando por un momento los ojos, balbucea el párrafo final de aquella última carta: “Reciba el corazón de su hijo” - José Ignacio. La niña con la inocencia de sus pocos años la mira atónita, la besa y sólo atina a llevarla de nuevo a sus aposentos. Al día siguiente las campanas de la vecina iglesia catedral anuncian tristemente la muerte de María Teresa. Su nietita adorada, la hija póstuma de su hijo mártir había destrozado sin querer, su lacerado corazón, que a pocas horas dejaba de latir para siempre” (va en estas líneas un emocionado recuerdo para la ilustre ascendiente y primera dama tucumana de 1816, Doña María Teresa Velarde de Aráoz).

Enigmas cotidianos

Y el tiempo pasó, y fueron otras generaciones de niñas de la familia que habitaron o visitaron la vieja casona. Una de ellas, la inolvidable Lucía Aráoz (López Pondal), nos dejó unas vívidas páginas de sus recuerdos infantiles en el caserón de Congreso 36.

“Un enigma surgido desde una apariencia de mujer, difusa y tangible me persigue en su origen: la tía Panchita, que habitaba en la centenaria casa de mi madrina, con sus enormes patios y secretos. La historia de esta casa se remonta a la historia. Perteneció a Bernabé Aráoz. Allí se conservaba, en su la sala principal, la venerable mesa que él había facilitado aquel 9 de julio de 1816. Sobre ella se firmó la Independencia. Todo esto ejercía sobre nosotros -mis hermanos y yo- un extraño atractivo. Percibíamos, desde nuestros breves años, que ese prestigio nos rozaba. Quizás, por lo natural y cotidiano de nuestros juegos en esos patios. Los muy allegados sabíamos que en una de esas habitaciones -¿vivía?- la tía Panchita, que permaneció desde la adolescencia encerrada en las tinieblas de ese claustro, sin permitir nunca que alguien traspasara la gran puerta que comunicaba con él. Jamás pude conocer el motivo que llevó a ese aislamiento. Y nosotros, por ese instinto característico de los chicos a respetar el misterio, no hacíamos preguntas. A veces lo concibo como una leyenda… La tía Panchita, sin embargo, dio muestra de que fuera real, pues pedía vernos con alguna frecuencia, y esto nos era anunciado sorpresivamente. Cuando nos advertían sus deseos, el temor nos aliaba en unificados latidos, preparándonos en resignado silencio, para el enfrentamiento de la inquietante ceremonia. De inmediato éramos conducidos hacia una sombría sala, donde se produciría ‘la aparición’. Allí nuestras miradas se buscaban sin poder encontrarse. Pero una solidaridad tácita nos unía. Luego el crujir de aquella añosa puerta, anunciaba su presencia. ¡Que indescriptibles efluvios la precedían…! Indefinibles como los de algún duende, o hada, eran sus movimientos y palabras, pero nuestro temor cesaba ante su aspecto diáfano, indefenso. Algo dulce, como una ternura, nos llegaba desde su halo invisible. Y de ahí surgía la incógnita que no podíamos develar. Muchas veces me persiguió la impresión de que un signo sobrenatural la habitaba para rescatarla del mundo, dotándola, en su cristalina fragilidad, con esa apariencia irreal… Cierta luz emergía de ella, que permitía percibir los reflejos de su pelo tenue y blanco. Casi inmaterial en sus rasgadas vestiduras. No sé si era un ángel que encubría su humanidad, o si era un ser humano que encubrió su especie por mandato del ángel, para sobrevivir, durante decenios, desconectada del mundo, ignorando su dolor y sus peligros. Un ignoto mandato, la hizo cerrar sus puertas para siempre. Quizás para no sucumbir por la belleza de un atardecer, o ante el hechizo irresistible de una voz varonil que la arrastrara a la vida. Dicen que una noche de tormenta, un viento huracanado se estrelló en la ventana, permitiendo que un fulgor atravesara sus inviolables rejas. Cuando el resplandor alcanzó la negrura de su habitación, tía Panchita ya era una ausencia. Se fue sin dejar huellas. Sin grabar su sonrisa en unos ojos. Sin escribir un poema… Tal vez no le hizo falta. Me pregunto si Dios la ‘visitaba’”.

La casa de las Aráoz archivaba entre sus secretos estas historias de dichas y tragedias. Allí, como vimos, efectivamente se habían desarrollado reuniones importantes: Bernabé Aráoz había recibido a Balcarce en septiembre de 1812, y desde ese lugar habían partido a convencer al general Belgrano a presentar batalla en Tucumán. Allí también se desarrollaron reuniones preliminares del Congreso de Tucumán, y fue el lugar de la gran fiesta de la Declaración de la Independencia en 1816. Sin duda era “la otra Casa Histórica”.

Última despedida

Teresita Córdoba Aráoz, previo a la demolición de la casa, la despidió en una emotiva página fechada en julio de 1969:

“(Adiós). Hoy vieja casa de los Aráoz y los Córdoba, te recorro solitaria y te miro por última vez. Y te miro y siento ese dolor con que se abandona la casa donde se ha nacido, donde se ha amado, donde se ha sufrido y donde también se hubiera querido llegar a morir. Miro tus viejas paredes cargadas de los siglos de historia que hablan de glorias y de grandezas pasadas y también de dramáticos pesares. Y me detengo en la sala, la histórica sala de Aráoz… Belgrano… La Madrid… los Congresales… y así, desfila por mi mente toda la historia de Tucumán. Y miro las rejas, esas románticas ventanas, recubierta, una de ellas, por el jazmín, cantado por los poetas, ese que embelleció y alegró mi vida que yo hubiera querido morir antes que él; pero el destino que da Dios a todas las cosas de este mundo y a cada criatura, quiso que fuese yo quien tuviera el dolor de verlo desaparecer a él, y ver el derrumbe de la vieja casa solariega, cuna de mis antepasados y adorada por mí. Muy pronto la piqueta demoledora de la llamada hoy civilización, no dejará ni vestigios de esta histórica casa. Tal vez un historiador la recuerde algún día. Yo solo quiero grabarla para siempre en mi mente, y en ese silencio que llora sin lágrimas, despedirme de ella. Adiós vieja casa de los Aráoz y Córdoba, para tí en esta última mirada, va mi eterno recuerdo y mi eterno dolor- Adiós!” (María Teresa Córdoba Aráoz de Montilla, 18/03/1969).

El diario LA GACETA del 31 de julio de 1969 titulaba una extensa nota: “Esa reliquia que cede hoy al pico de la demolición, invitaba a la evocación de trascendentales acontecimientos históricos”. Lo cierto es que su última dueña, la referida Teresita Córdoba Aráoz, quien ya no podía sostenerla económicamente, había intentado por todos los medios que la Municipalidad o la Provincia la adquirieran por una módica suma; pero la desidia tan generalizada que tenemos los tucumanos por preservar nuestro patrimonio se hizo nuevamente presente. A ninguna autoridad le interesó el tema y aquel verdadero tesoro histórico fue demolido para construir un edificio de oficinas hoy cerrado. Esas veneradas paredes hubieran tenido mucho para contarnos… sus ensoñaciones y fantasmas se fueron con ellas.

HEREDERA. Doña Francisca Aráoz de Aráoz aparece rodeada de sus hijos; uno de ellos fue el destacado doctor José Ignacio Aráoz.

Bibliografía: “María Florencia Aráoz de Isas”, (2020), “Viejas cartas de amor y otras historias”; Edit. Dunken.

María Florencia Aráoz de Isas (2001); José Ignacio Aráoz, Una vida tucumana (1875-1941). Fundación Miguel Lillo.

“Cartilla de Teresita Córdoba Aráoz”, copia en poder de la arquitecta Soledad Aráoz.