Por Gustavo Béliz

Para LA GACETA - BUENOS AIRES

Conocí a don Marcelo Sánchez Sorondo hacia mediados de 1989, en los comienzos de un gobierno justicialista que sería tumultuoso en sus primeros meses, pues había heredado un ciclón híper inflacionario y los coletazos de situaciones de violencia y desmadre económico y social. Todo comenzó a través de uno de sus hijos. En efecto, mi admiración por la poesía y las novelas de su hijo Fernando, a la sazón colaborador del entonces Ministro de Defensa y ex candidato presidencial del justicialismo, Ítalo Argentino Luder, me llevó un día a llamarlo y tomar un café en la avenida Paseo Colón. Aquel fue el inicio de una relación que aún hoy continúa, y que me llevó al poco tiempo al encuentro de su padre.

Nuestro punto de reunión con Don Marcelo era el bar de Montevideo y Juncal, donde muchos fines de semana por la mañana coincidíamos para comentar los acontecimientos de coyuntura y compararlo con anteriores situaciones históricas. Don Marcelo llegaba solo, después de dar varias vueltas por la plaza Vicente López enfundado en sus zapatillas deportivas, al cabo de una caminata que lo revelaba en cuerpo y espíritu a sus 80 largos años. Todavía activo, preocupado, apasionado por su Argentina. Se generaban entonces unas tertulias inolvidables, a las que se sumaba en ocasiones algún intelectual reconocido que pasaba por el lugar y lo reconocía, algún político de la zona, algún vecino que estaba igualmente preocupado por la situación del país. Naturalmente me sentía atraído por la dicción impecable de aquel hombre que había protagonizado tantas horas en la vida nacional, no menos violentas e intensas a las que a mí me tocaba vivir con apenas 27 años. Hablaba en voz baja, pero con la pasión juvenil de quien hace sus primeras armas en la política. Se ofuscaba frente a la corrupción incipiente, se maravillaba frente a la convocatoria a pensar en grandes ideales, se empeñaba en encontrar puntos de encuentro, sin resignarse a ver a la Argentina inmersa en el fracaso o la decadencia. No pocas veces extraía de su diccionario ilustrado una palabra, ¨perdulario¨, que empleaba con frecuencia para calificar al protagonista ocasional de la última afrenta institucional, o del renovado latrocinio, o de la tristemente reiterada afición local por quedarse con lo ajeno en el ejercicio de la función pública. Con muchos años a cuestas aún convocaba en los pucheros de su Círculo Del Plata a lo más destacado de la dirigencia argentina. Me tocó durante varios mediodías acompañarlo en su casona de San Telmo, e incluso en una oportunidad me invitó como orador central, en una mesa que presidía nada menos que don Arturo Frondizi. También su departamento de la calle Montevideo albergaba, frente a la mirada atenta de Rosita, su compañera, a figuras de la vida nacional que eran convocadas para pensar y hacer un país mejor.

Por aquellos tiempos fue un descubrimiento gratísimo para mí abordar la lectura de una obra de Don Marcelo que resulta ineludible para entender a la Nación de nuestro tiempo, La Argentina por dentro. Releerla hoy, a más de 30 años de su publicación, también significa advertir muchos de los irredentos desafíos que en ella se patentizan bajo la pluma exquisita de su autor. Valga un mero ejemplo: ¨Es preciso entender que las instituciones en un sentido lato son como las vísceras de un organismo vivo: la salud de éste resulta del óptimo desempeño y del equilibrio biológico de aquéllas…las instituciones no pueden normalmente desarrollarse unas a expensas de otras o funcionar con eficacia si el organismo, vale decir, la comunidad a la que pertenecen, adoleciera de un mal incurable…El equilibrio de poderes no tiene sólo un significado jurídico formalista sino que trasunta, sobre todo, una característica existencial propia de las sociedades políticas en forma. En resumen, no hay instituciones saludables bajo un orden político enfermizo. Y a la inversa, no puede erigirse un orden político saludable sobre el desequilibrio o la endémica mendacidad institucional¨.

O repasemos esta otra definición: ¨Sólo la concordia, la paz cívica, la coincidencia en lo nacional, permitirían restablecer las relaciones naturales ahora obstruidas entre Estado y sociedad. De esta suerte, se habría puesto fin a esa privatización de los valores sociales y de la inteligencia argentina cuya última consecuencia ha sido la fuga de buena parte de ella al extranjero¨.

Creo que Pablo Picasso fue quien señaló alguna vez que ¨se necesita vivir muchos años para llegar a ser joven¨. Haciendo honra a dicha definición, Don Marcelo envejecía rejuveneciendo. Esto es, llegaba al atardecer de su vida sin rencores, convocando a sus viejos adversarios, tendiendo puentes para el debate de los temas importantes para el país…Pero lo hacía con una mirada límpida, no exenta de reconocer errores y equivocaciones de antaño, con la capacidad de construir un balance equilibrado y sabio que echaba por la borda la parte del equipaje que sobraba en su navegación, sin por eso resignarse al soplar de las velas en la dirección del puerto de los valores profundos y los ideales nobles.

Tenía todavía capacidad de asombro y deseo de curiosidad. Hacía gala de lo que afirmó al final de su obra citada: ¨El autor de este ensayo apuesta firme y fervorosamente a la esperanza: a la virtud teologal y a la idea romántica que custodian la hermosa promesa y el sonoro encanto del nombre argentino, mensajero de albricias, de leyendas y de fama. Confía, pues, en el renacimiento del espíritu nacional que sople sobre la patria inanimada y convoque la energía del pueblo argentino¨.

Gustavo Béliz – Político y abogado. Fue ministro del Interior, ministro de Justicia y secretario de Asuntos estratégicos de la Presidencia.

*Esta semblanza está incluida en la reciente edición de las Obras completas de Marcelo Sánchez Sorondo (Fundación Adolfo Alsina).