Para tres emprendedoras tucumanas que viajan con frecuencia a la Ciudad de Buenos Aires, la gran metrópolis de la Argentina presentaba, durante el reciente fin de semana de Carnaval, una fisonomía doblemente inusitada. En primer lugar, el descanso extendido exhibía una urbe descongestionada, tanto en el trajín como en el tránsito. En segundo término, el paisaje social, cuando la capital del país está menos aturdida, deviene angustiante. Y una palabra se repite, como un salmo, en todas las veredas. “Tengo hambre”, dicen los carteles de gente que vive en la calle, en Recoleta. “Convidame: me muero de hambre”, las interrumpieron, cuando almorzaban, en Palermo. “Dame plata para comer algo: tengo hambre”, les reclamaron en el barrio Chino, en Belgrano. “Seguí nomás, aunque yo esté cagada de hambre”, las increparon en una esquina de San Telmo.

Claro está, con mayor o menor interpelación, en todas las capitales de provincia hay personas pidiendo vida en la puerta de los bancos. O abalanzándose sobre los parabrisas en los semáforos. O rogando por comida en las mesas de los bares. Pero lo que les llamó la atención de la Buenos Aires menos atestada fue su arquitectura hostil. Los bancos de las plazas intervenidos con separadores para impedir que alguien se recueste; los bolardos que separan calles de veredas coronados por apliques puntiagudos para que nadie se siente allí; los contenedores de basura diseñados para que sus tapas no abran completamente. Y, sin embargo, los que viven a la intemperie son multitud. Y los que encuentran el diario sustento en los desperdicios de los otros son legión

Ese páramo social es el telón de fondo del último informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina. Según este instituto de investigación de la Universidad Católica Argentina, la pobreza creció casi un 8% entre diciembre y enero pasados. Pasó del 49,5% en el último mes del año pasado al 57,4% en el primer mes de este año: son los niveles más altos de las últimas dos décadas. Según este este estudio, “Argentina Siglo XXI: Deudas sociales crónicas y desigualdades crecientes. Perspectivas y desafíos”, la disparada de la pobreza se vincula directamente con la devaluación que concretó Javier Milei apenas asumió. Eso encareció el costo de la “canasta familiar”, que marca la “línea de pobreza”. Particularmente feroz fue la estampida de los costos de la canasta básica alimentaria, que establece la “línea de indigencia”, que llegó al 15%. Es decir, seis de cada 10 argentinos no gana para vivir. Y uno de cada seis, directamente, no gana ni siquiera para comer.

Fanatismos

La estadística de la UCA es un dato insoslayable. Por supuesto, y como ya ha quedado establecido que el kirchnerismo pierde elecciones pero sigue ganando la batalla cultural, las redes sociales (el ecosistema informativo preferido por los libertarios) se han poblado de voces libertarias que descalifican el registro del Observatorio de la Deuda Social. Lo acusan de “oportunista”, “opositor” o “desestabilizador”. No hay peor populista que el que practica el populismo en nombre de combatirlo. Son los mismos objetores que, en el final del gobierno de Alberto Fernández, tomaban como “palabra santa” el informe del mismo equipo académico porque, aquella vez, informaba que el cuarto gobierno “K” había llevado la pobreza justamente al 49,5%. Nada hay más kirchnerista que enojarse con las estadísticas. Por caso, el último informe del Indec sobre pobreza dice que en junio de 2023 trepó al 40,1%. Cambiemos dejó ese índice en el 35,5% en diciembre de 2019. Por toda respuesta, Alberto Fernández respondió que las cifras oficiales de su propio gobierno “estaban mal”.

Los argentinos pobres suman ya 27 millones, el índice más alto desde 2004, cuando se ubicó en 54,8%. En esos momentos, la Argentina estaba saliendo de la crisis provocada por el fracasado gobierno de la Alianza. El estudio de la UCA, que se divulgó durante este fin de semana, puntualiza que los hogares de clase media y de clase baja que no son beneficiarios de planes sociales son los más golpeados por la situación económica en el arranque del año. Por cierto, los que reciben la asistencia estatal tampoco la pasan bien: la pobreza para estos hogares pasó del 76,5% en septiembre al 81,9% en diciembre y al 85,5% el mes pasado. Todo esto, a pesar de la ayuda pública.

Donde la contención estatal sí surtió mejor efecto fue respecto de la indigencia. Pasó del 9,3% en septiembre al 14,2% en diciembre y al 15% (sólo 0,8% más) en enero gracias al aumento de la Asignación Universal por Hijo (AUH) y de la Tarjeta Alimentaria.

Estos indicadores sobre la situación social de la Argentina comienzan a adquirir dimensiones de catástrofe colectiva. El presidente Milei, cabe aclarar, no incurrió en el doble estándar con el que intentaron enlodar el estudio algunos de sus fanáticos. Prefirió, en todo caso, el negacionismo.

Herencia y responsabilidad

“La verdadera herencia del modelo de la casta: 6 de cada 10 argentinos son pobres. La destrucción de los últimos cien años no tiene paragón en la historia de Occidente”, posteó en su cuenta de la red social “X” (ex Twitter). “Los políticos tienen que entender que la gente votó un cambio y que nosotros vamos a dar la vida para llevarlo adelante. No vinimos a jugar al juego mediocre de la política. Vinimos a cambiar el país. ¡Viva la libertad carajo!”

La lectura del mandatario omite por completo su responsabilidad en el panorama desolador que boceta el informe de la UCA. Por supuesto, la herencia kirchnerista no es inocente de la situación, lo cual se ha analizado largamente. Por caso, cuando se dio a conocer, a mediados de enero, que la inflación de diciembre había sido del 25,5%, se marcó una diferencia entre dos términos a menudo usados como sinónimos: la inflación y el Índice de Precios al Consumidor (Ver: “Dos ‘versiones’ de inflación y dos nociones del shock”, del 12/01/2024). Allí se puntualiza que la inflación es un fenómeno sostenido y de largo plazo, con inercia propia, y cuya desaceleración es ardua y compleja. El cuarto kirchnerismo, por caso, entregó un país que, durante el año pasado, acumuló una inflación del 211,4%. En términos de teoría económica clásica, una bestialidad.

El IPC, en cambio, es la variación de precios de un mes a otro. El informe de la UCA, precisamente, repara en lo que ocurrió en los últimos dos meses como consecuencia de la devaluación del 118% de diciembre, que llevó el dólar de 366 pesos a 800 pesos. El índice de precios minoristas subió el mencionado 25,5%, entonces, como resultado de una inflación desbocada ya durante el kirchnerato, alimentada por la devaluación feroz. El IPC de enero marcó un 20,6%, celebrado por la Casa Rosada como una desaceleración, pero que sigue siendo el marcador más alto del planeta. En perspectiva: la inflación interanual, que va de febrero de 2023 a enero pasado, arroja 254,2%, que es la más alta desde el lejano 1991. En ese acumulado, el kirchnerismo es autor material e intelectual de buena parte del desastre. Aclarado ello, no menos cierto es que, en sólo 60 días, este gobierno suma una variación de precios del 45%. Léase, el IPC bajó de un mes a otro, pero la presión inflacionaria sigue con una taquicardia desembozada. Y en esto último, la responsabilidad es libertaria.

Falacias

El Gobierno se congratula de haber conseguido “déficit cero” en sólo un mes y en haber cerrado enero con superávit primario y también financiero. En contraste, sigue deficitando la presentación de un urgente plan de corto plazo que alivie la situación de los vastos sectores sociales medios y bajos que cargan con el ajuste. Dicho de otro modo: el Gobierno nacional, que entiende que es esencial que le cierren las cuentas al Estado, ¿no entiende que es igualmente esencial que a las familias argentinas le cierren los números para llegar a fin de mes?

La pregunta no es retórica. Emerge porque el gobierno, aunque se autopercibe liberal, practica otra estrategia populista clásica: la falacia del espantapájaros. Cuando es interpelado acerca de cómo va a amortiguar la depreciación brutal del poder adquisitivo de los trabajadores y los jubilados, responde con argumentos, pero que no corresponden a la cuestión en sí. El más común es el que se refiere a que la Argentina viene, como consecuencia de los cuatro gobiernos kirchneristas, de un ciclo de 20 años de inflación contenida y precios distorsionados. Por caso, durante la última gestión “K”, los combustibles minoristas llegaron a costar 30 centavos de dólar, cuando en Uruguay, Brasil o Paraguay promediaban 1,10 dólar por litro. Así que el país importaba el 15% de las naftas y el 20% del gasoil a esos precios para venderlos, internamente, a un tercio de su valor. Ahora, según el tipo de combustible, el litro cuesta entre 80 centavos de dólar, en unos casos, y un dólar, en otros.

No puede negarse que era necesario corregir esa distorsión. Pero ello no responde el interrogante en cuestión. Es decir, el ajuste se aplica, pero el alivio no aparece. Dicho de otro modo, en Uruguay, a partir del 1 de enero pasado, el salario mínimo nacional es de 570 dólares. En la Argentina, desde diciembre, el salario mínimo vital y móvil es de 150 dólares. La semana pasada fracasó la reunión del Consejo del Salario: los gremios pidieron un aumento del 85% y los empresarios no respondieron. Si se concediera el pedido de los sindicatos, el salario mínimo pasaría a 290 dólares, con la cotización actual. Es decir, pagamos por la nafta los mismos precios que en Uruguay, pero con la mitad del salario mínimo establecido en la otra orilla del Río de la Plata.

En otras palabras: el Gobierno tiene un plan para las cuentas públicas y lleva adelante el ajuste correspondiente en materia de subsidios y, consecuentemente, de tarifas. Pero, ¿tiene también un estrategia para los sectores medios y los sectores bajos?

La falacia del espantapájaros manda al oficialismo a contestar que los precios relativos y las tarifas necesitaban sincerarse. Así se elude otra pregunta maldita: ¿y el sinceramiento del salario de los argentinos? Hay dos respuestas posibles. Una es que ese sinceramiento salarial está pendiente, lo cual deja al gobierno descolocado, porque entonces al ajuste no lo paga “la casta” sino que lo está abonando el pueblo. La segunda respuesta es aún peor: consiste en que el Gobierno responda que los sueldos argentinos, ahora, ya están sincerados…