Según Ortega y Gasset, el hombre es él y su circunstancia; es decir, no hay un yo que pueda realizarse al margen de su entorno. Y la vida, esa realidad dada, inapelable, previa a todo pensamiento o análisis, consiste en un quehacer permanente con las cosas, un zambullirse inevitablemente en el mundo. Algo así. Rescato estas consideraciones de un viejo ejemplar de Lecciones preliminares de Filosofía, de Manuel García Morente, discípulo y continuador de Ortega, y me pregunto: ¿Cuáles serían, para los tucumanos, esas circunstancias y ese mundo al que hemos sido arrojados? ¿Qué formas adoptan en el minuto presente? ¿Cuáles son, hoy por hoy, nuestras ineludibles preocupaciones comunes? Me propuse averiguarlo.

Hay que salir a la calle y recorrer personalmente la ciudad si uno quiere conocerla, dice García Morente; no es lo mismo estudiar un mapa que caminar sus calles. Con el libro en la mano salgo del bar al calor ardiente del casi mediodía y recorro la vieja terminal de ómnibus, me zambullo en el Bajo, atestado de puestos de vendedores, y subo después por la calle Crisóstomo Álvarez hacia el centro. Como un insecto pegajoso me persigue el rumor de la gente, que no deja de hablar del calor y de los precios, de cómo ambos aumentan sin freno. El ambiente parece enrarecido, como de fin del mundo. Me pregunto si García Morente habrá vivido circunstancias semejantes, si habrá conocido el eco de estos lugares, y si las Lecciones preliminares, mi libro de cabecera desde la adolescencia, el que me ha permitido opinar sobre casi todo en la vida con esa apariencia de erudición que dan los manuales y las enciclopedias didácticas, no serán una parcela desatendida de la escueta filosofía tucumana, porque el autor español vivió un año en Tucumán, en 1937, y enseñó filosofía en nuestra universidad, y de las notas taquigrafiadas de esas clases surgió el libro, otro de los regalos que dejó a nuestra vida intelectual sudamericana la Guerra Civil Española.

Son las once y cuarenta de la mañana. El calor, en efecto, sobrepasa el límite de lo tolerable, pero lo que se viene va a ser peor, porque todavía queda la siesta por delante. El asfalto de la calle, parcialmente derretido junto al cordón, deja ver adoquines ardientes. Cruzo de acera, buscando una gota de sombra. En mitad de cuadra veo un hotel alojamiento y se me ocurre entrar y pagar una hora solo para refugiarme en el aire acondicionado, para tirarme en la cama al fresco, a leer una de las Lecciones… y tomar una bebida fría, si es que tienen heladera y aire en ese tipo de antros. Pero sigo de largo cuando veo que la broma está más allá del alcance de mi bolsillo, y opto por zambullirme en el mundo para filosofarlo tal como se me presenta, arrojarme a él sin trampas ni artificios, para encontrar los temas que palpita nuestra sociedad y le dan su impronta inconfundible, ejercer la filosofía desde la vida misma, como recomienda don Manuel.

En la devastada esquina de la calle Las Heras me siento en un banco, aspiro una bocanada de vapor tibio, y leo: «El yo y las cosas no pueden distinguirse y separarse radicalmente; sino que ambos, el yo y las cosas, unidos en síntesis inquebrantable constituyen mi vida. Y yo no vivo como independiente de las cosas, ni las cosas son como independientes de mí; sino que vivir es (como dice Heidegger) estar en el mundo. La vida es estar en el mundo; y tan necesaria y esencial es para el ser de la vida la existencia de las cosas, como la existencia del yo».

Creo haber captado la idea, y desde allí retomo convencido mi caminata hacia el centro. Ahí están las cosas, abarrotando las vidrieras, los locales, las galerías… esperando que nos involucremos con ellas, y salgo a su encuentro, pero… ¿con qué plata, don Manuel, si está todo carísimo? Compruebo que el yo y las cosas, más que «unidos en síntesis inquebrantable», están separados por los precios, inaccesibles a la mayoría de los yoes tucumanos. Descubro apesadumbrado que nuestra forma de vincularnos es con las cosas viejas, gastadas, usadas o gratuitas… no las que de verdad queremos. Conviene aclararlo.

Decido que lo mejor es regresar a mi casa, a mi refugio seguro, a mis cosas de siempre, como este libro que tengo en la mano con el sello de «El loro viudo» en la página inicial, y abandonar toda pretensión filosófica. Que otros averigüen si hay en los tucumanos unas circunstancias comunes que nos apremian, algún tema candente o caro a nuestra sensibilidad provinciana. ¿A quién se le ocurre salir a caminar por esta ciudad al mediodía, zambullirse en sus calles a indagar abstracciones, con este calor y estos precios?

© LA GACETA

Juan Ángel Cabaleiro - Escritor.