“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles canten, él se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Separará a unos de otros, como un pastor pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá a los de su derecha: -Venid benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme...” (Mateo 25,31-46).

I- La solemnidad que celebramos “es como una síntesis de todo el misterio salvífico” (Juan Pablo II, Homilía). Con ella se cierra el año litúrgico, después de haber celebrado todos los misterios de la vida del Señor, y se presenta a nuestra consideración a Cristo glorioso, Rey de toda la creación y de nuestras almas. Esta fiesta fue instituida para mostrar a Jesús como único soberano ante una sociedad que parece querer vivir de espaldas a Dios (Pío XI, Encíclica Quas Primas). Cristo vino a establecer su reinado no con la fuerza de un conquistador, sino con la bondad y mansedumbre del pastor. El Señor buscó a los hombres dispersos y alejados de Dios por el pecado, los curó y vendó sus heridas. Tanto los amó que dio la vida por ellos. El Reino instaurado por Jesucristo viene a revelar el amor de Dios, y actúa como fermento y signo de salvación para construir un mundo más justo, más fraterno, más solidario, inspirado en los valores evangélicos de la esperanza y futura bienaventuranza.

II- Oportet autem illum regnare…, es necesario que Él reine…(1 Corintios 15, 25) Es necesario que reine en nuestra inteligencia, mediante el conocimiento de su doctrina y el acatamiento amoroso de esas verdades reveladas; en nuestra voluntad, para que obedezca y se identifique cada vez más plenamente con la voluntad divina; en nuestro corazón, para que ningún amor se interponga al amor de Dios; en nuestro cuerpo, templo del Espíritu santo (PIO II, Encíclica Quas primas); en nuestro trabajo, camino de santidad. La fiesta de hoy es como un adelanto de la segunda venida de Cristo en poder y majestad, que llenará los corazones y secará toda lágrima de infelicidad. Pero a la vez es una llamada y un acicate para que a nuestro alrededor el espíritu amable de Cristo impregne todas las realidades terrenas. Nosotros colaboramos en la extensión del reinado de Jesús cuando procuramos hacer más humano y más cristiano el pequeño mundo que nos rodea, el que cada día frecuentamos.

III- Oímos al Señor que nos dice en la intimidad de nuestro corazón: Yo tengo sobre tí pensamientos de paz y no de aflicción (Jeremías 29, 11), y hacemos el propósito de arreglar en nuestro corazón lo que no sea conforme con el querer de Cristo. A la vez, le pedimos poder colaborar en la tarea grande de extender su reinado a nuestro alrededor y en tantos lugares donde aún no le conocen. Para hacerlo realidad, acudimos, una vez más, a Nuestra Señora, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón. Le pedimos que sepamos componer nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, quasi fluvium pacis (Isaías, 66, 12), como un río de paz.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.