Por Jaime Nubiola

Para LA GACETA - PAMPLONA

Me impresionó escuchar al presidente del Gobierno español que, a propósito del cambio climático, sostenía rotundamente que había que «creer en la ciencia». Esta expresión suya -que repitió un par de veces en un debate- trajo a mi cabeza dos comentarios; uno más bien festivo y el segundo más académico sobre lo que la ciencia realmente es.

Lo de «creer en la ciencia» me hizo recordar lo que recomendaba a veces un viejo amigo filósofo: «Hay que creerse lo que uno ve». ¡Cuántas veces no creemos siquiera lo que tenemos delante de nuestros ojos! De hecho uno de los adjetivos favoritos de mis alumnos para valorar positivamente algo es repetir varias veces que es «¡Increíble!». Respecto del cambio climático basta con comprobar el gran retroceso de los glaciares alpinos en el último siglo -hay fotos para que los jóvenes puedan confirmarlo- para cerciorarse de que el clima -al menos en este respecto- está cambiando drásticamente.

Mi segundo comentario, más en serio, sobre «creer en la ciencia» es que la ciencia no requiere fe, sino estudio. Muchas decisiones políticas, que en tantos países hemos padecido con motivo de la pandemia del coronavirus, se imponían sin ninguna prueba científica que las respaldase: pedían a los ciudadanos una fe como la del presidente de mi gobierno y no era más que pseudociencia.

¿Qué es la ciencia? Acudo a mi admirado Charles Sanders Peirce (1839-1914), el filósofo y científico norteamericano a quien he dedicado mis últimos 30 años de vida, para explicarlo. Peirce concibió la investigación científica como una actividad colectiva y cooperativa de todos aquellos “a los que les devora un deseo de averiguar las cosas”, de todos aquellos cuyas vidas están animadas por “el deseo sincero de averiguar la verdad, sea cual sea”. A lo largo de su vida, pero especialmente en sus últimos años, Peirce insistió en que la imagen comúnmente percibida de la ciencia como algo completo y acabado es totalmente opuesta a lo que la ciencia realmente es.

Lo que constituye la ciencia “no son tanto las conclusiones correctas, sino el método correcto. Pero el método de la ciencia es en sí mismo un resultado científico. No surgió del cerebro de un principiante: fue un logro histórico y una hazaña científica”. El crecimiento científico no es solo la acumulación de datos, de registros, de medidas o experiencias. Aunque el científico sea invariablemente un hombre que ha llegado a estar profundamente impresionado por las observaciones completas y minuciosas, sabe que observar nunca es suficiente: su “objetivo último es alcanzar la verdad”. Esto requiere no solo reunir datos, sino también abducción, es decir, la adopción de una hipótesis para explicar los hechos sorprendentes, y la deducción de consecuencias probables que se espera que verifiquen la hipótesis.

La ciencia es para Peirce “una entidad histórica viva”, “un cuerpo vivo y creciente de verdad”. Ya en sus primeros años, en su artículo «Algunas consecuencias de cuatro incapacidades» (1868), Peirce había identificado a la comunidad de los investigadores como esencial para la racionalidad científica. El florecimiento de la razón científica solo puede tener lugar en el contexto de comunidades de investigación. Para Peirce, “la ciencia no avanza mediante revoluciones, guerras, y cataclismos, sino [que avanza] mediante la cooperación, mediante el aprovechamiento por parte de cada investigador de los resultados logrados por sus predecesores, y mediante la articulación en una sola pieza continua de su propio trabajo con el que se ha llevado a cabo previamente” (CP 2.157, c.1902). La ciencia es un modo de vida, un arte transmitido de maestros a aprendices.

Por esto, la ciencia no hay que creerla, hay que hacerla: requiere estudio, trabajo y confianza en la capacidad de la razón, en especial cuando es proseguida comunitariamente, por describir la verdadera realidad de las cosas.

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Jaime Nubiola - Profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra (jnubiola@unav.es).