Los arroyos de Pasolini

Los arroyos de Pasolini

Chavales del arroyo es una novela que sirve la puerta de entrada a la literatura del italiano, quien se desvivía por los deportes, tal como cuenta en otro libro, Sobre el deporte.

27 Noviembre 2022

Suele hablarse más del Pier Paolo Pasolini cineasta que del escritor de novelas, cuentos, ensayos, teatro y poemas. Ahora que se cumplieron 100 años de su nacimiento (Bolonia, 5 de marzo de 1922) se relanzaron sus clásicos cinematográficos. Desde el ámbito literario también hubo lanzamientos. Entre ellos, el de la editorial española Nórdica Libros, a través de su biblioteca Pier Paolo Pasolini. Uno es la novela Chavales del arroyo, escrita en 1955 y presentada por los editores como “la mejor puerta de acceso a su obra”. El director italiano Mauro Bolognini la adaptó al cine cuatro años después como La noche brava.

En poco más de 300 páginas, Pasolini nos cuenta a la Italia de post guerra a través de personajes lúmpenes, apagados, acostumbrados a pelear a la contra desde lo más bajo. Pasolini los describe muy bien. El Riccetto es uno de esos personajes. Cada uno de ellos será mencionado por alguna condición. En el caso del Riccetto, rizoso. Podría deberse tanto a su pelo ensortijado como a otras condiciones tales como encrespado o retorcido. Hay otros: Cacciotta (pendejo), Begalone (holgazán), Picchio (narigón), Ciccone (gordo), Pallante (mentiroso), Roscetto (pelirrojo), Spudorato (sinvergüenza) o Pisciasotto (miedoso).

Una vida gris

Tanto el Riccetto como sus compañeros no tienen nada que perder; o todo por ganar. Viven como pueden sus primeras relaciones sexuales con jóvenes o prostitutas ya maduras, sus peleas callejeras, sus escapadas de la ley y sus trabajos más o menos honestos y de los otros para juntar unos pesos. Escapan de un ámbito gris. Pero eso no es lo peor: la vida se les presenta bastante gris. Algo sobre lo que Pasolini siempre hará hincapié en cualquiera de sus expresiones artísticas.

Una parte de Chavales del arroyo fundamental para entender al Riccetto se lee en medio de la historia. Es cuando el Riccetto roba un pedazo de queso gruyere de un negocio y el dueño lo descubre. Le da tal paliza que es imposible no detenerse a pensar o sentir ese momento. Porque eso no es lo peor. Lo peor es que el Riccetto se fue a dormir y lo despertaron, de nuevo con violencia, dos policías. “¿Y esto a qué viene?, se preguntaba, aún no despierto del todo. Se lo llevaron a Porta Portese y lo condenaron a tres años casi -estuvo dentro hasta la primavera del 50- para que se enseñara buenas costumbres”, cuenta Pasolini.

Aquella Roma y sus alrededores de fines de los años 40, Pasolini la describe con “cientos de miles de vidas humanas que pululaban entre los bosques, entre las casucas de los desahuciados, entre las torres. Y toda aquella vida no estaba sólo en las barriadas de los suburbios; también en el centro, quizá incluso bajo el Cupolone; sí, justo bajo el Cupolone, que bastaba asomar la nariz fuera de la columnata de Piazza San Pietro, hacia Porta Cavalleggeri: ahí los tienes, gritándose, picándose entre ellos, tomándose el pelo; pandas y cuadrillas de golfos en las puertas de los cines, en las pizzerías, diseminados un poco más allá (...) en los descampados delimitados por montones de basura en los que chiquillos durante el día juegan a la pelota; parejas entre los matorrales repletos de hojas de periódico tiradas (...)”. La Italia que aprecian los turistas con sus ropas elegantes y zapatos de punta y la que sufren los propios italianos, en muchos casos con su pobreza a cuestas y buscando cómo sacar una ganancia, aunque mínima, en medio de aquella realidad. “En aquel hedor melancólico de ropa pobre”, describirá Pasolini unas páginas más adelante.

Chavales del arroyo parece describir un mundo de silencios. Sobre todo en las últimas páginas, cuando -y sin entrar en spoiler- cuenta un final mucho más silencioso. Porque el silencio no es sólo la ausencia de voces o ruidos o palabras. El silencio es también la genial descripción que hace Pasolini de su personaje ante un hecho para el que no hay vuelta atrás salvo mirar. Y saber resignarse.

El futbolero

Pasolini era un apasionado del fútbol. Lo jugaba frecuentemente y veía los partidos del Bolonia, del que era hincha. También seguía las peleas de box y el ciclismo. Esa pasión se encuentra en Sobre el deporte (editorial Contra), que reúne textos escritos y publicados en diversos medios entre 1957 y 1971. Y se agrega una entrevista publicada días después de su asesinato, ocurrido el 2 de noviembre de 1975 “entre la playa de Ostia… y un campo de fútbol”, como se lee.

Admiraba a Omar Sívori, integrante del Juventus, Nápoli y la Selección italiana. “Te aconsejaría que no perdieras de vista a Sívori”, escribió. Y sobre el periodismo deportivo: “La literatura, como todo el mundo sabe, es una jerga, un código. Así pues, la practica una élite, aunque esta élite se esté ampliando hoy en día. Ahora bien, yo no veo una oposición entre lenguaje literario y lenguaje deportivo, porque el lenguaje deportivo es un subcódigo del código literario. Pero el lenguaje deportivo no es el lenguaje de los periodistas deportivos”.

El fútbol, escribió Pasolini, “es la última representación sagrada de nuestra época. En el fondo es un rito, aunque también es evasión. Mientras que otras representaciones sagradas, incluso la misa, están en declive, el fútbol es la única que nos queda. El fútbol es el espectáculo que ha sustituido al teatro. El cine no ha podido sustituir al teatro, pero el fútbol, sí. Porque el teatro es una relación entre, por una parte, un público en carne y hueso y, por otra parte, personajes en carne y hueso que actúan en la escena. Mientras que el cine es una relación entre una platea en carne y hueso y una pantalla, unas sombras. El fútbol, en cambio, vuelve a ser un espectáculo en que el mundo real, de carne, en las gradas del estadio, se mide con los protagonistas reales, los atletas en el campo, que se mueven y se comportan según un ritual preciso. Por ello considero que el fútbol es el único gran rito que queda en nuestra época”.

La poesía del gol

“En el fútbol hay momentos que son exclusivamente poéticos: son los momentos del gol. Cada gol es una invención, es siempre una subversión del código, cada gol tiene un carácter ineluctable, es fulguración, estupor, irreversibilidad. Como la misma palabra poética. El pichichi de la liga es siempre el mejor poeta del año”, suelta Pasolini en uno de sus textos.

“Me gusta jugar al fútbol, y por eso siempre hay alguno que me llama. Voy solo a jugar. Para mí, el arte es juego, así como también, de algún modo, el juego es arte”, decía también. Y recordaba el placer que sentía cada vez que se juntaba con amigos a jugar al fútbol en los Prados de Caprara. De los deportistas de su época elogia al Muhammad Ali olímpico en Roma: “desbordante”, lo define.

“Maldita sea que todos me consideren sólo un hombre de cultura. De mí tan sólo quieren justificaciones culturales, también porque la cultura es actualmente una óptima estrategia. Nunca me invitan para dar una conferencia sobre el fútbol, y eso que estoy puestísimo en el tema. Mira, los deportistas están poco cultivados, y los hombres cultivados son poco deportistas. Pero yo soy una excepción”, se sintetiza a sí mismo.

PERFIL

Pier Paolo Pasolini (1922-1975) fue un escritor, poeta y director de cine italiano. Es uno de los escritores más reconocidos de su generación, así como uno de los realizadores más venerados de la filmografía de su país. Entre sus películas más importantes se encuentran Accattone (1961), El evangelio según San Mateo (1964), Teorema (1968), Medea (1969) y las pertenecientes a la llamada Trilogía de la vida: El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974). Su último largometraje, Saló o los 120 días de Sodoma (1975), generó una gran polémica en Italia y el mundo por su representación explícita de sexo y sadismo. En literatura, se destacan sus novelas Muchachos de la calle (1955), Una vida violenta (1959) y El sueño de una cosa (1962), y los libros de poesía La mejor juventud (1954), Las cenizas de Gramsci (1957), La religión de mi tiempo (1961) y Poeta de las cenizas (1980, interZona 2015), publicado póstumamente. Muere asesinado, en circunstancias no aclaradas, el 2 de noviembre de 1975 en el balneario de Ostia, Italia.

© LA GACETA

Alejandro Duchini – Periodista. Su último libro es Mi Diego.

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