¡Bestias!
¡Bestias!

El excepcionalismo antropológico es la tesis de que los hombres no podemos ser entendidos desde la evolución animal, que tenemos rasgos y capacidades que constituyen un salto que no permite que seamos clasificados junto a los demás. Cuando alguien insulta usando el termino “animal” se encuentra de lleno en este paradigma. O sea, para que el pesimismo antropológico del Subsecretario de Transporte Enrique Romero sea coherente, debe pensar que hay algo específicamente humano que se esta estropeando. John Stuart Mill, utilitarista y epicúreo, se cuida de distinguir los placeres y los gustos animales de los nuestros. Más vale Sócrates insatisfecho que un cerdo saciado, diría palabras mas o menos.

Carl von Linné o Carlos von Linneo (23 de mayo de 1707-10 de enero de 1778)  es el padre de la nomenclatura binomial. Hizo el equivalente a la tabla periódica con los seres vivos, o mejor dicho Mendeléyev es el Linneo de los átomos. Así es que el padre de la taxonomía, a la hora de clasificar el hombre pone en su Systema naturae, Homo Sapiens: “Nose Te Ipsum”. O sea que mientras a los vecinos primates les contaba los molares y los distinguía por los pulgares, al humano le pone como esencia el deber de conocerse. Un paso delante de la antropología de Tránsito, Linneo pone en el centro de la condición humana la tarea descubrir sus virtudes y sus límites.  

Jonathan Swift es un excepcionalista muy particular, porque señala que los humanos son distintos que los animales. Peores. En el más cruel de sus escritos sobre los viajes de Lemuel Gulliver, los houyhnhnms conviven con los yahoo. Los primeros son nobles, racionales y moralmente excelentes. Los segundos son imbéciles, egoístas, impulsivos y violentos. Los primeroes son caballos, los segundos, humanos. No debe escapar al lector que los corceles de entonces eran los automóviles de nuestra época.

Lo cual nos lleva al caso del Tobiano, el caballo genio. En el año 1950, en Aguilares, un tal Rodolfo Mateo, viejo cañero, descubrió que su caballo Tobiano resolvía sumas, restas, multiplicaciones y divisiones a golpe de pata. Tan sincera era su convicción que no tuvo ningún reparo en que fuera objeto de estudio del Instituto Miguel Lillo. Sobre todo cuando empezó a decir la hora.

La explicación tardó en llegar. Resulta que el Tobiano era un genio, pero no de las cantidades, sino de las emociones, según las ciencias del comportamiento. Siempre acertaba con Rodolfo cerca. Es que cuando reconocía que su amigo le pedía una cantidad, empezaba a dar golpes con la pata. Tenía el talento, según esta escuela, de leer el alivio de su amo cuando llegaba al número correcto. Pequeñas expresiones o gestos, incluso relinchos imperceptibles de Rodolfo, lo hacían detenerse. Empezaba también a leer a los otros por paridad de reacciones.

Se dirá que fue una decepción, pero Rodolfo estaba viejo y cansado, así que se retiraron con gusto de la academia. Rodolfo Mateo murió al año, con los 78, en su rancho de Los Sarmiento. Lo encontraron en la hamaca con el empático caballo a su lado. Había entre ellos un libro de Walter Adet en el piso, y huellas tristonas del golpetear de un caballo que comprende pero no se explica la tristeza de ser hombre.

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