Ni yanquis ni marxistas
LIMOSNA ELECTORALISTA. Es lo que se observó en el Hipódromo. LIMOSNA ELECTORALISTA. Es lo que se observó en el Hipódromo.

“Los trenes de la salchicha”. Así le llamaban graciosamente en la Unión Soviética a los ferrocarriles donde la gente de las provincias viajaba a Moscú o a Leningrado a buscar comida.

La URSS (Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas) tenía un sistema donde funcionaban diferentes categorías de suministro de alimentos, indumentaria y servicios: especial, primera, segunda y tercera.

La especial y la primera, que eran las de élite, correspondían exclusivamente a Moscú y a Leningrado (hoy San Petersburgo, ex capital rusa) y a otras grandes capitales de las repúblicas soviéticas, como Kiev (Ucrania), Minsk (Bielorrusia) o Bakú (Azerbaiyán) y a las llamadas ciudades “cerradas”, como Norilsk, Zheleznogorsk, Znamensk o Sarov, entre otras.

Las ciudades cerradas, ocultas a la vista del mundo y de los propios rusos, eran bases militares, puntos de producción nuclear, de lanzamiento de misiles o centros de investigación de vanguardia.

Es decir, los mejores víveres y servicios se enviaban a los grandes centros urbanos y a las ciudades cerradas, donde vivían las altas esferas militares y científicas, que se estima llegaron a ser un millón y medio de personas.

La segunda categoría cubría la mayor parte del territorio (más de 22 millones de kilómetros cuadrados) y la tercera consistía en el extremo norte (Yakutia, Chukotka, Región de Murmansk y otras). En escalas nuestras, una especie de norte argentino pobre.

Los productos alimenticios costaban diferente, según la zona, que dependían de la jerarquía de los habitantes (políticos, científicos y militares encabezaban las nóminas), de los costos de transporte, o de cuán “importadas” eran las materias primas, entre otras variables. Recordemos que en la Unión Soviética las distancias a veces podían ser mayores a las que hay entre Brasil y España. Dentro del propio territorio se “importaba” y se “exportaba”.

Por ejemplo, en la primera zona, un kilo de azúcar (a valores de los 80) costaba 94 kopeks (100 kopeks son un rublo); en la segunda, 1 rublo y 4 kopeks; y en la tercera, 1 rublo y 14 kopeks.

Todos estos valores se fijaban por decreto de la administración central de la economía soviética. Una especie de Guillermo Moreno ruso que decidía, según los “intereses nacionales”, cuánto costaba la manteca en cada región, o como un Roberto Feletti, actual secretario de Comercio Interior, que le dice a los supermercados cuánto debe valer un paquete de polenta.

“El tren de las salchichas”. Le decían así porque productos como las salchichas, la carne o el queso eran escasos y la gente debía viajar a las grandes ciudades para conseguirlos. Y volvían a sus casas en tren, con maletas repletas de estos insumos.

Algunos tenían la suerte de tener parientes políticos o militares que les enviaban productos lácteos, pescados finos, chocolates o frutas frescas.

Los alimentos populares y al alcance de todos eran los derivados de las harinas, como los panes y las pastas, encima de mala calidad.

Es por eso que los rusos pobres, como la mitad de los argentinos actuales, tenían mayoritariamente sobrepeso, porque comían pan, fideo y arroz todos los días.

El fin del romanticismo

Todos recuerdan, al menos los mayores de 40 o los documentalistas curiosos de la historia, las largas colas que hacía la gente en las ciudades soviéticas para recibir comida.

Sobre finales de la década del 80, antes del colapso del gigante comunista, las filas eternas ya no eran para comprar alimento, sino para que se lo entregara el gobierno.

El romanticismo bolchevique se desplomaba sobre los cadáveres de su propio pueblo. Un Estado enorme que no alcanzaba a producir lo que consumía. Precios fijados por decreto que no frenaban la inflación, el desabastecimiento y el desempleo, porque el país no podía seguir empleando y subsidiando a más gente.

El déficit fiscal, algo que los argentinos aprendemos desde la escuela primaria, se volvió insostenible. Y todo se derrumbó, mucho antes de la icónica caída del Muro de Berlín, que selló el fracaso de un sistema de distribución de la riqueza.

En ese mundo bipolar que ya no existe, al frente estaba el capitalismo furioso, otra forma de generar desigualdades espantosas, explotación y pobreza extrema, pero que contaba con un salvoconducto, con un respirador artificial que le permitía seguir con vida: las grandes corporaciones multinacionales, que sostenían el llamado “complejo industrial-militar” de los países miembros de la OTAN, liderado por los Estados Unidos.

“Si la Unión Soviética se hundiera mañana bajo las aguas del océano, el complejo industrial-militar estadounidense tendría que seguir existiendo, sin cambios sustanciales, hasta que inventáramos algún otro adversario. Cualquier otra cosa sería un choque inaceptable para la economía estadounidense”, afirmó en la década del 80 el diplomático norteamericano George Forst Kennan, un hombre clave en la política antisoviética durante la Guerra Fría.

Tras el derrumbe de su vital sobrepeso, todos sabemos lo que vino después: Estados Unidos siguió inventando guerras y enemigos imprescindibles para que su economía no se detuviera.

Con el diario del lunes todos opinamos, pero hace 40 años no estaba tan claro. Hoy, más de 750 bases militares repartidas en 80 países confirman que Kennan tenía razón.

Corea del Centro

Al margen de las naciones imperialistas, como Rusia, EEUU o China, luego de la Guerra Fría el resto del mundo “civilizado” fue transitando hacia un modelo mixto, lejos del neoliberalismo salvaje y del comunismo opresor.

Desde países ricos como Alemania o Francia, hasta no tan ricos, como Nueva Zelanda, los escandinavos, Irlanda, Uruguay, Chile, Egipto o Sudáfrica, entre otros.

Naciones donde el capital tiene alfombra roja para invertir y generar empleo, pero con Estados fuertes y presentes, sobre todo en educación, en seguridad y en seguros sociales.

Algunos han atravesado crisis profundas, como Chile con su sistema educativo, Egipto con su desigualdad, hoy en disminución, Sudáfrica con su racismo o Irlanda y su prolongada guerra civil. Sin embargo, el denominador común de estos países es el progreso, el crecimiento de sus economías y la merma de la pobreza.

Argentina es un prototipo casi único en el mundo, con un pasado virtuoso, tanto en lo público como en lo privado, y un presente desastroso, desde hace casi medio siglo.

Con un Estado soviético quebrado y un capitalismo que se reparte entre empresas asfixiadas fiscalmente o empresas ventajistas que se enriquecieron con el Estado o la evasión. La corrupción siempre tiene dos socios, uno público y otro privado.

Hipocresía escandalosa

Las colas de tucumanos carenciados esperando recibir una limosna electoralista, que vimos antes de las PASO y de nuevo ahora, no son distintas de las filas de polacos, que en los 80 se empujaban en Varsovia por un pedazo de pan.

La diferencia es que en Polonia la clase política asumió su fracaso, lo que derivó en una profunda reforma socioeconómica y política que se inició en 1990. Hoy Polonia es considerado uno de los mejores países de Europa para vivir.

En Argentina, la soberbia política es inversamente proporcional a la decadencia. Aquí nadie fracasa y todos saludan sonrientes desde el escenario, mientras que la gente que no come sigue aumentando.

Ponderamos la dádiva disfrazada de caridad. Disimulamos la corrupción electoral detrás de una generosidad cínica y maniquea. Y con la plata de los impuestos, en uno de los países con más presión fiscal del mundo.

Los mismos que hace dos meses denunciaban en la Justicia clientelismo con dinero público hoy reparten el doble.

Los mismos que hace unas semanas se acusaban de delincuentes hoy se abrazan para la foto. La hipocresía es escandalosa.

Y no es el “folclore” de la política como lo quieren disimular. Es una estafa, en la cara de la gente y a las risotadas.

Al menos en la detonada Unión Soviética a los corruptos los encarcelaban en Siberia o los fusilaban en la plaza. Era una dictadura sanguinaria y sin matices.

¿Por qué un candidato santafesino pagaría 10.000 pesos para que lo voten? Ni Gandi tenía tanta vocación política.

¿Por qué hay gremialistas argentinos que, a los tiros, se mantienen 30 años en el cargo? ¿Tanto aman a los trabajadores? Ni Cristo se animaría a tanto.

El negocio de la política es tan evidente que pecamos de bobos al señalarlo.

¿No hay corrupción en Nueva Zelanda? Probablemente sí, pero también sabemos que la pobreza en ese país viene disminuyendo hace 40 años, igual que el desempleo. Al revés que en esta Argentina socialista trucha y capitalista trucha.

“Ni yanquis ni marxistas, peronistas”, acuñó el cegetista asesinado José Ignacio Rucci en oposición a los Montoneros.

Y siempre divididos, finalmente lo logramos, somos únicos en el mundo y a la vez no somos nada.

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