Tres días, dos noches: el viaje más largo del mundo para los repatriados tucumanos

Tres días, dos noches: el viaje más largo del mundo para los repatriados tucumanos

SE FUE LA PRIMER SEMANA. Aixa, que saca la selfie, y Mariana, y una convivencia exitosa, en tiempos de cuarentena obligatoria. FOTO GENTILEZA MARIANA KAEN

Estaban repartidos entre Nueva Zelanda y Australia. El problema no fue aterrizar en Ezeiza, el problema fue salir de Ezeiza y viajar hasta Misiones, cruzar por el Chaco santiagueño y aguantar con sed, hambre y sin ir al baño una tortura rodante.

Leo Noli
Por Leo Noli 26 Abril 2020

A una semana de haber llegado a casa, de cruzar terreno tucumano, Mariana Kaen y su amiga Aixa conviven con la sensación de aún estar presas después de haber pasado más de un susto desde su intento de repatriación, desde Nueva Zelanda hasta la Argentina. Mariana tiene 17 años, los cumplió en Orewa, un pequeño pueblo costero ubicado al sur de la isla donde nacieron los All Blacks. 

Le confiesa a LA GACETA que se quedó con ganas de conocer el país que, teóricamente, la iba a alojar por tres meses. La pandemia del coronavirus cortó sus planes antes de tiempo, el de seguir aprendiendo inglés en el Orewa College, el de generar un vínculo afectivo con Taki, su hermana de 15 años japonesa, y el de poder disfrutar de Shirlina y Che, sus padres adoptivos, jóvenes ellos, sin hijos propios y anfitriones de oro durante la estadía de sus dos hijas, la oriental y la sudamericana.

“Por acá todo bien, nos llevamos de 10 con Aixa, aunque seguimos encerradas”, cuenta sobre estos siete días de convivencia son su amiga en un departamento céntrico.

Cuenta Margarita, mamá de Mariana, que haber repatriado a su hija fue lo más parecido a un parto. Atada de pies y manos, sin poder verla al día de hoy porque ella está inmunodeprimida y su marido forma parte del grupo de riesgo por edad, acepta que lo peor ya pasó, que las horas de incertidumbre fueron apagándose y las buenas noticias copando el semblante familiar.

El regreso de las chicas (no fueron las únicas tucumanas en regresar) se hizo realidad gracias a la gestión del embajador argentino en Nueva Zelanda, Fausto Mariano López. Viajó de norte a sur y gestionó el vuelo de las menores hasta el último segundo. Por unas horas, López fue padre de varios chicos, tío de varios adultos y hermano de otros pares.

“No tengo más que palabras de agradecimiento para con el Embajador y el Gobierno argentino. No puedo decir lo mismo del de Tucumán, salvo por el Defensor del Pueblo, Fernando Juri Debo, que se portó increíblemente desde el minuto cero. Pero desde acá, nada. No hicieron absolutamente nada por mi hija ni por el resto de los tucumanos varados en Nueza Zelanda y Australia”, la bronca de Margarita es evidente. También lo es el apartado en el que remarca todo lo que hizo López y su esposa, Agustina Tortoni. “Fue una hermana para mí, como otra amiga que tengo en Sídney. Estuvimos en comunicación constante, una a la par de la otra”. 

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EN FAMILIA. Mariana sonríe junto a su hermana japonesa Taki y sus padres adoptivos, Shirlina y Che. EN FAMILIA. Mariana sonríe junto a su hermana japonesa Taki y sus padres adoptivos, Shirlina y Che.

La odisea de los tucumanos en Nueza Zelanda arrancó en dos tramos, el último fue el 16 de abril pasado. Las aerolíneas habían informado que iban a dejar de volar y Air New Zeland, la oficial de la tierra maorí, anunciaba que suspendía su operatividad hasta junio próximo. López fue el que consiguió el avión que buscó a Mariana y Aixa, entre otros pasajeros tucumanos. “Viajamos 27 desde Orewa hasta Sídney”. 

En territorio aussie les esperaban 27 horas de paciencia hasta abordar el último avión con destino a Santiago de Chile. Era uno especial pagado por el Gobierno nacional. “Para tener a mi hija acá de nuevo en Tucumán no tuve que pagar un peso. Corrió todo por cuenta del Gobierno”, agradece Margarita. Mariana y el resto de la troupe en Australia, chochos, porque pasaron una noche mágica en unos de los mejores hoteles de la ciudad, un cinco estrellas destinado para ellos, con habitación personal para cada comensal y todas las comidas. All inclusive.

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Chile había decidido cerrar sus fronteras, entonces había que hacer un vuelo directo. Y se hizo.

El drama comenzó después.

El aterrizaje en Ezeiza fue un remanso que fue oscureciendo a partir de una espera de cinco horas, de anotarse en una lista de repatriados y de consignar hacía qué provincia debías regresar.

Habiéndose subido al bondi, éste se convirtió en una especie de tortura rodante. No vino directo de Buenos Aires a Tucumán, ni tampoco siguió hasta Jujuy en buenos términos. Todo lo bueno que habían experimentado los argentinos de las gestiones de Cancillería en el exterior, fue borrándose minuto a minuto en suelo argentino.

“Nos tratan como leprosos, no podemos bajar ni al baño y menos comprar agua ni comida”, le decía indignada Mariana a su madre, segundos antes de quedarse sin batería. Estaba en casa, en su país, pero ella se sentía como una prisionera de guerra en un campo de concentración itinerante.

De hecho, en una localidad de la provincia de Buenos Aires la policía encintó el micro con una banda de “peligro”. No lo dejó avanzar, acaso en una total falta de comunicación entre las fuerzas de Seguridad, el Ministerio de Salud y Cancillería. “Teníamos todos los papales, declaraciones juradas, pero ellos nos pedían una revisión médica que en Ezeiza, más allá de los controles de rutina, no nos habían dado en papel. La que teníamos era una hecha en Australia, pero los policías no sabían inglés, así que era lo mismo que nada”, recuerda ahora entre risas Mariana. Esa parada fue el destape de un calvario que se cocinó durante dos noches y tres días. 

Fueron dejando pasajeros en Santa Fe, Chaco, Corrientes y Misiones. El ingreso a Tucumán fue por el chaco santiagueño. No había rutas directas, estaban cortadas y no permitían el paso a nadie, incluso si contabas con los permisos para hacerlo. Quienes los paraban, no entendían lo que leían. Un cuento chino.

Mauricio y Diego eran los choferes del bus.

Mauricio y Diego tenían pinta de sargentones. Y lo fueron durante varias horas. Días. No se hablaban con nadie.

Cuando las chicas se despidieron de Mauricio y Diego, brotaron lágrimas. “Nos convertimos en una gran familia, ellos incluidos. Cambió todo para los que viajamos en ese colectivo a partir del momento en que empezamos a no ser bien recibidos en ningún lado”.

EN EL HOTEL. Fue una parada para descansar, antes del tormento en tierra argentina. EN EL HOTEL. Fue una parada para descansar, antes del tormento en tierra argentina.

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 En el departamento de Barrio Norte, Mariana y Aixa se turnan para cocinar. Aixa es vegetariana, entonces a veces se cocinan dos menús. Después, lo otro, lo que antes era cotidiano, como poder llamar un delivery, es medio pesado de llevar.  Ello habla del encierro y de sentirte preso bajo tu mismo techo. “No podemos tener contacto con nadie, ver a nadie y menos abrir la puerta para nada. Las comunicaciones que tenemos son vía videollamadas. Es raro, pero es lo que debemos hacer y lo que nos toca. Hay que cumplir la cuarentena como se debe”.

Mariana extraña a su familia, a la casa de Los Nogales. “Lo bueno es que mi mamá nos dejó la alacena llena de cosas, ja”, de hambre no van a morir. 

Quizás podrían haberlo hecho en el viaje de regreso si no se les ablandaba el corazón a Mauricio y a Diego. “Nos habían dicho que íbamos a poder bajar en Retiro a comprar cosas. Apenas teníamos un paquete de galletas y una botellita de agua. Cuando llegamos a la terminal nos dijeron que no se podía  bajar ni para ir al baño. Llegó un punto del viaje en que la pasamos muy mal. Estábamos hacinados”.

El salvavidas llegó en Chaco. 

La insistencia de Margarita de moverse por cielo y tierra hizo que Gendarmería le de una mano. Le exigieron el celular de los choferes y permitieron sin que nadie se baje del bus que un amigo de la familia Kaen acerque al menos algo de bebida y fiambres. Como para estirar la agonía con la panza no tan vacía. “No alcanzaba para todos, pero nos dimos maña igual”.

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De Taki casi que no puede decir mucho Mariana. “No hablaba inglés, y viste como son los orientales de callados y cerrados. Ella se fue a Japón una semana antes que yo. De mis padres adoptivos tengo la mejor. Me ayudaron en todo momento. De hecho, cuando empezamos la cuarentena en Orewa teníamos una hora para poder salir a caminar. Me acuerdo de las caminatas por la playa”, en la charla telefónica con Mariana se siente ese dejo de melancolía.

“Y, es que me faltaron muchas cosas por hacer. Ya no voy a poder volver de intercambio. Este año egreso del colegio y para mí, esto se terminó. Lo que sí, estoy segura de que voy a volver. Tengo que volver. Me faltó mucho por conocer y disfrutar. El coronavirus no me dejó”.

AL FIN, LLEGARON. Mariana y otros chicos tucumanos recién llegados a la terminal. AL FIN, LLEGARON. Mariana y otros chicos tucumanos recién llegados a la terminal.

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La primera noche en Tucumán pasó volando. Mariana pensó que iba a dormir un día entero, aunque apenas fueron horas. Menos de las normales.

No era un tema de jet lag, ni de ese cansancio doloroso que no te permite dormir. 

Era cuestión de saber que ya estaba en casa, que los problemas habían pasado y de que todavía se sentía tan lejos como si no hubiera podido volver de Nueva Zelanda. 

“Tan cerca y tan lejos, ¿no?”.

Eso.

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