La honestidad, el único medio de luchar contra la peste

La honestidad, el único medio de luchar contra la peste

“Las plagas, en efecto, son una cosa común, pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza”, hace notar el texto. “Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras toman siempre desprevenidas a las personas”, continúa. “Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: ‘Esto no puede durar, es demasiado estúpido’. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si no pensara siempre en sí mismo”, advierte. A modo de consuelo, dirá que es mal de muchos. “Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos. Dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones”. Al respecto, hace una aclaración: “Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo; y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas”.

Albert Camus escribió La peste en 1947, dos años después de finalizada la II Guerra Mundial, una novela sobre un rebrote de la descomunalmente letal fiebre bubónica en Orán, una ciudad de Argelia que padeció muchas plagas devastadoras en el pasado, como el cólera. Y en la ficción, construye la situación de una urbe que en esa década será completamente aislada, convirtiéndose en un gueto absurdo, y ensayará un retrato de la humanidad frente al sufrimiento. Ahora que el mundo entero pareciera detenerse por la pandemia del coronavirus, la actualidad de la obra del ganador del premio Nóbel de Literatura en 1957 se torna sobrecogedora.

Humo y ruinas

La primera reacción es la incredulidad. Hay incredulidad frente a la aparición de ratas moribundas, que salen a la superficie a perecer. La mañana del 16 de abril, cuando el protagonista, el médico Bernard Rieux, encuentra el cadáver de un roedor en un pasillo, la respuesta del portero es increíble: “En la casa no había ratas. Por lo tanto, alguien tenía que haberla traído de afuera”.

Es que la peste, hace 70 años y hoy, es la naturaleza erigiéndose como suprema, pese a todo adelanto científico y tecnológico. Pese a toda ilusión sobre el control. “Es ‘lo real’ que vuelve siempre al mismo lugar. Y así los humanos intentamos atribuir sentido a lo imposible”, ilustra el psicoanalista Alfredo Ygel.

Pero en la novela de Camus hay otro elemento que alimenta la imposibilidad humana por asumir que está frente a una tragedia: las tragedias que la humanidad se propició a sí misma, con independencia de las que le asestó la Naturaleza, han desmadrado todas las escalas. El propio Rieux “procuraba reunir en su memoria todo lo que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado cerca de 100 millones de muertos. Pero ¿qué son 100 millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación”.

En la ciudad africana “lo real” terminó imponiéndose sobre la incredulidad, pero nunca sobre el individualismo. “El problema del abastecimiento empezó a hacerse difícil y el interés de los habitantes derivó hacia las preocupaciones inmediatas. Absorbidas por la necesidad de hacer colas, de efectuar gestiones y llenar formalidades si querían comer, las gentes ya no tuvieron tiempo de pensar en la forma en que morían los otros a su alrededor, ni en la que morirían ellos un día”.

La peor de las plagas

Conforme avanza el relato, la Orán argelina comienza a cobrar rasgos cada vez más próximos a los de la Argentina. Aquí, cuando el coronavirus asomó su condición de “real”, el ministro de Salud de la Nación, Ginés González García, no sólo manifestó que el azote no iba a llegar al país, sino que hasta aseveró que estábamos en condiciones de prestarle ayuda a China. Ahora, nos encaminamos a una cuarentena nacional. En la ciudad que novela Camus, “el día en que el número de muertos alcanzó otra vez a la treintena, Rieux se quedó mirando el parte oficial que el prefecto le entregaba mientras le decía: ‘Tienen miedo’. El parte oficial expresaba: ‘Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad’.”

Aún así, la negación es más fuerte. “A pesar de estos espectáculos desacostumbrados, a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que les pasaba. Había sentimientos generales como la separación o el miedo, pero se seguía también poniendo en primer lugar las preocupaciones personales. Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses. Estaban malhumorados o irritados y estos no son sentimientos que puedan oponerse a la peste”.

La no aceptación, el no hacerse responsables del virus que los habita, conlleva al incumplimiento: a no hacerse cargo de las recomendaciones sanitarias. “Oran tomó un aspecto singular. El número de peatones se hizo más considerable e incluso, a las horas desocupadas, mucha gente reducida a la inacción por el cierre de los comercios y de ciertos despachos, llenaba las calles y los cafés. Por el momento nadie se sentía cesante, sino de vacaciones”.

Huelga decirlo, llegó la especulación, según testimoniaba Cottard, un hombre con cuentas pendientes ante la ley, que declaraba que la peste lo beneficia, porque su actividad es el contrabando. “Cottard le contó que un comerciante de productos alimenticios de su barrio había acaparado grandes cantidades, para venderlos luego a precios más altos, y que habían descubierto latas de conservas debajo de la cama cuando habían venido a buscarle para llevarle al hospital. ‘Se murió y la peste no le pagó nada’.”

Entonces, lo que enseña Camus es que la peor de las pestes, en realidad, es profundamente moral. La plaga muestra lo peor de muchas personas.

Sin embargo, también descubre lo mejor de otros tantos.

El tiempo y lo insoportable

La novela se anuda en la tarea de profesionales y no profesionales que, frente a la mortífera epidemia, deciden organizar comisiones de voluntarios para organizar la atención de los enfermos, y también para que los muertos puedan ser llevados a los cementerios. Porque lo que Camus rescata, tras su inventario sobre las miserias, es la solidaridad, el estoicismo y la fraternidad entre las personas.

Lo plantea el protagonista cuando otro de los personajes, el periodista Rambert, lo confronta y le plantea si llevan adelante la tarea de las comisiones de voluntarios sólo para sentirse héroes.

- Es preciso que le haga comprender que aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad.

- ¿Qué es la honestidad? -dijo Rambert, poniéndose serio de pronto.

- No sé qué es, en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio.

Hace más de 70 años, Camus dijo, por boca del médico Rieux, que los grandes males se enfrentan haciendo, sencillamente, lo que a cada uno le es debido hacer.

La ratificación llegará por boca de Tarrou, el gran impulsor de las comisiones de voluntarios, amigo y confidente de Rieux. “No he tenido nada que aprender con esta epidemia, sino que tengo que combatirla al lado de usted”, le dirá al médico, hacia el final. Porque Tarrou sabe, para entonces, que la plaga no está afuera.

“Yo sé a ciencia cierta (sí, Rieux, yo lo sé todo en la vida, ya lo está usted viendo) que cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en el mundo está indemne de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca. El hombre íntegro, el que no infecta a casi nadie, es el que tiene el menor número posible de distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás! Sí, Rieux, cansa mucho ser un pestífero. Pero cansa más no serlo. Por eso hoy día todo el mundo parece cansado, porque todos se encuentran un poco pestíferos”.

Tarrou, el valiente, el sincero, el consecuente con lo que piensa y lo que siente, será la última vida que se cobrará el ángel infame de la fiebre antes de cesar en Orán. “Digamos para simplificar, Rieux, que yo padecía ya de la peste mucho antes de conocer esta actitud y esta epidemia. Basta con decir que soy como todo el mundo. Pero hay gentes que no lo saben o que se encuentran bien en ese estado; y hay gentes que lo saben y quieren salir de él. Siempre he querido salir. Cuando yo era joven vivía con la idea de mi inocencia, es decir, sin ninguna idea. No soy del género de los atormentados, yo empecé bien. Todo me salía como es debido, estaba a mi gusto en el terreno de la inteligencia y mucho más en el de las mujeres. Si tenía alguna inquietud, se iba como había venido. Pero un día empecé a reflexionar…”

Las cuarentenas le dan, a quienes se someten a ellas, tiempo de sobra para reflexionar. Tal vez allí se explique la instancia insoportable que representan para tantos.

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