La gobernabilidad, en juego en 2020

Frente al drama de la pobreza, la primera respuesta del Gobierno entrante fue diseñar un plan de emergencia contra el hambre. Alimentó expectativas y logró un diciembre sin el clima de tensión social de antaño. El desafío en adelante será llenar los estómagos y satisfacer a más de 12 millones de argentinos empobrecidos.

Frente a los múltiples intereses en pugna -empresariales, industriales, sindicales, políticos, de pymes y de organizaciones sociales-, en un país agrietado y en crisis, el poder central apostó por una mesa de concertación para consensuar acuerdos intersectoriales. Una propuesta destinada a atenuar los riesgos de ingobernabilidad, el gran reto: la gobernabilidad. Porque más peligroso que el país se declare en emergencia social o en default, es que en 2020 la Argentina se torne ingobernable producto de la intolerancia de algunos factores de poder, de los oficialismos que van por todo y de las oposiciones que incumplen o se exceden en su rol de contralor, señalándose culpas todo el tiempo antes que entender que el papel que tienen, y para lo que comparten juntos la gestión desde sus lugares institucionales y políticos, es el de bregar por el bienestar todos, de los que los votaron y de aquellos que no los acompañaron.

Sin mezquindades y con miradas y acciones de largo plazo, sin mayorías hegemónicas, ni minorías reaccionarias. No solo está en juego la calidad institucional, sino la calidad de la política. Entre las posturas soberbias de unos pocos y las resentidas de otros tantos, ya sea en puestos de poder, en roles dirigenciales intermedios o en militantes de base, las palabras tolerancia, tregua o pacto se exponen como conceptos ambiciosos, necesarios, pero vacíos.

Se podrán poner títulos impactantes -y discutibles- a leyes o a mesas de concertación, pero si no se comprende que el principal concepto a tener en cuenta es el de “ceder” -dura decisión en tiempos donde cada uno juega para no empeorar su condición-, el camino será tortuoso, complicado y cuesta arriba.

El riesgo de la ingobernabilidad está a la vuelta de la esquina, sin madurez democrática ni muestras de civismo ciudadano, porque en algunos discursos se sigue atizando el enfrentamiento al mantener las mismas acusaciones de los últimos meses y años: los inútiles e insensibles que se fueron versus los autoritarios y delincuentes que volvieron. Ninguno sirve y es rescatable en la visión del otro, la descalificación manda, encolumna y alienta la fractura.

Para estos que están más cómodos en la destrucción que en la construcción colectiva, estar de un lado o del otro de la grieta es una obligación individual, una responsabilidad moral de grupo, una acción dramáticamente irremediable; una diversión trágica que algunos explotan con cierta habilidad, política o mediática.

Otros cuantos, con responsabilidades de gobierno, hablan de cerrar esa grieta; es un gesto inevitable y necesario pero a sabiendas de que es casi imposible. No se logrará con expresiones de anhelo sino con ejemplos, con mucho esfuerzo, honestidad, pero sobre todo con mucha humildad y desprendimiento. Si desde la política no aparecen gestos ni voluntad de acordar, de ceder, de confraternizar, de despojarse del fanatismo, las instituciones reflejarán ese fracaso en sus decisiones -o en su inmovilidad- y no darán las respuestas que se requieren.

El riesgo latente, siendo muy pesimistas -o extremadamente realistas-, es que lo que no consigan los representantes del pueblo para asegurar el pan y el trabajo a través de las instituciones, los que demandan soluciones urgentes traten de conseguirlo haciendo oír su descontento desde las calles. Los ejemplos del descontento popular con los gobernantes sobran. Los estallidos en los países vecinos sirven de advertencia a los que gestionan el Estado.

En Mendoza, las protestas de los ciudadanos lograron frenar una legislación minera pergeñada entre radicales y peronistas. En algunas provincias, hubo protestas de hombres del campo por las retenciones impuestas por la Nación. Para algunos el medio para obtener respuestas es ganar la calle, movilizarse y protestar. En 2008, por la resolución 125 hubo concentraciones y marchas en las rutas y un hombre decidió con un “voto no positivo” el entuerto, pero dejó una herida abierta en la sociedad que hoy vuelve a sangrar. Peligroso si las posturas vuelven a ser irreductibles y no hay alternativas intermedias que satisfagan a todos. ¿Las querrán? ¿O serán fanáticos del agrietamiento ideológico y del resentimiento político?

El peronismo sabe lo que es ganar la calle porque entiende a ese espacio vital como una expresión de poder, interpreta del sentido de las movilizaciones masivas. Y hoy se cuida, o trata de prevenirlas, sumando a los referentes de los distintos espacios a una mesa común. La ingobernabilidad es el riesgo.

Hoy, ejerciendo el Gobierno, el justicialismo no necesita de las concentraciones multitudinarias para decir lo suyo, desde el poder optó por hablar de consensos. Lo opuesto a la iniciativa es el desacuerdo, lo que bordea el desconocimiento y alienta la disputa en todos los niveles y por cualquier medio. Riesgoso en un tiempo de profunda crisis. El Presidente transita esa línea discursiva y cuenta con una fortaleza institucional y política momentánea para acometer ese propósito. No hay luna de miel, sino habilidades políticas en juego. Sin embargo, mientras repite las palabras solidaridad y desarrollo, desde otras veredas hablan de ajuste e impuestazo; cada lado con argumentos valederos y entendibles, pero desarrollados desde el rechazo al otro. No hay puntos medios, de equilibrio, de reflexión, para ponerse de acuerdo.

Ocurre por los números legislativos y las picardías para arreglos políticos de un lado y las debilidades numéricas y habilidades políticas que esgrime el otro. Sus respectivos electorados no se lo permiten; es la excusa que exponen para mantener vivo el desencuentro. Arriba se enfrentan; abajo, algunos aplauden contentos la pelea.

El macrismo, Cambiemos o Juntos por el Cambio -la oposición-, le tomó el gusto a la calle después de las PASO de agosto, y ahora representa el 40% del electorado que le dio la espalda al peronista Frente de Todos. Uno supo tomar la calle en el último momento; el otro, que nació en la calle, optó por arrimar acuerdos. Nervios de ambos lados: uno para contenerse y el otro para gobernar. ¿No será tan grave la hora como para que sigan permitiéndose estas luchas verbales, personales o ideológicas?

Es razonable que haya visiones diferentes, lo irrazonable es querer imponérsela de prepo al otro, sin contemplar las razones de ese otro; como si no se necesitaran, como si fueran enemigos, cuando deben resignarse a hacerlo. Para eso están, para aceptar al otro. Si entre ellos no se escuchan, mal les seguirá yendo principalmente a los que más sufren y padecen la ausencia de políticas de Estado. Estos son los que están por debajo de la línea de pobreza y que constituyen un 40% de la población nacional.

Hace pocos días, el Cippecc (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento) dio a conocer un trabajo sobre los argentinos que viven en situación de pobreza crónica, que son aquellos que tienen la menor posibilidad de salir de la pobreza y que sufren múltiples privaciones. Son un 10% de los argentinos, la mayoría niños y adolescentes. En Tucumán, el porcentaje de pobres crónicos llega al 8,3%, más o menos 120.000 personas. Estos ciudadanos necesitan que la clase política se ponga de acuerdo y piense más en ellos.

El Plan contra el Hambre es una encomiable iniciativa, pero necesita de toda la dirigencia, porque la meta no se agota en dar de comer, sino que requiere de medidas complementarias, de reactivación o ajuste, o como se quiera llamar desde ambos lados de la grieta. Lo central es que los elegidos del pueblo pacten, no para cerrar la grieta inmediatamente, sino para atender a los que están por fuera de esa división y que son los que más padecen la falta de acciones que los contemple. Seguramente los pobres crónicos no se movilizarán, suficiente tienen ya con salir a mendigar ayuda como para tomar las calles y hacerse escuchar. Son muchos. Varias plazas Independencia llenarían los empobrecidos. Allí hay una urgencia, asentada sobre la necesidad de los que gobiernan se toleren y gestionen en conjunto para esa mayoría silenciosa. Si no, y siendo pesimistas, la ingobernabilidad del país será un fantasma cercano. A tamaña irresponsabilidad conjunta no se puede llegar. No se puede caer en la locura del desconocimiento, del resentimiento, del revanchismo o de la bronca.

De cualquier forma, hay que ser optimistas y esperar que en 2020 sean más los responsables en el poder y que haya menos fanatismo agrietador. Por el bien de todos, por la gobernabilidad, pero fundamentalmente por los que menos tienen. Esa será justicia social.

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