La moral victoriana
28 Octubre 2018

Por Inés Páez de la Torre.-

Como es bien conocido, la tantas veces invocada “época victoriana” se refiere al reinado de Victoria I de Inglaterra, que se extendió durante buena parte del siglo XIX. Ningún análisis de la historia del placer sexual puede eludir una referencia a esa etapa, caracterizada por un puritanismo extremo. (Basta recordar que fue ésta la sociedad que persiguió y encarceló a Oscar Wilde).

En su libro “Historia íntima del orgasmo”, el periodista y escritor norteamericano Jonathan Margolis le dedica un largo capítulo. En primer lugar plantea que el proceso había empezado mucho antes de la coronación de la reina Victoria. Así, “la hipócrita esperanza de que el nuevo siglo debía ser más civilizado que los dos anteriores ya se estaba formando a finales del siglo XVIII”. Por otra parte, sus entusiastas se distribuían por Europa toda y no sólo por Inglaterra.

Los victorianos querían diferenciarse de los hombres y las mujeres de épocas más libertinas, equiparando la abstinencia o el control de la sexualidad con la pureza moral y religiosa. De esta forma, intentaron establecer la superioridad de la mujer “sexualmente contenida” sobre las “licenciosas” actitudes masculinas.

Al respecto, quizás el más representativo de todos los pensamientos victorianos era el que sostenía que, al momento del acto sexual, las mujeres debían “acostarse y pensar en Inglaterra”. Se cree que esta idea provino de los consejos de una “madre victoriana” a su hija en la noche de bodas, aunque otros sugieren que fue la reina la que pronunció estas palabras cuando le preguntaron cómo soportar los dolores de parto.

La mujer debe ser…

Las mujeres victorianas debían ser en apariencia débiles y estar deseosas de que un hombre fuerte las contuviera y las dominara (un estereotipo bastante diferente de la típica protagonista combativa de las novelas de Jane Austen). Tenían que mostrarse dulces y humildes durante el cortejo y exteriorizar sus sentimientos sólo a través de un “tímido sonrojamiento” o de una “leve sonrisa”.

Incluso dentro del matrimonio no era admisible que liberaran su impulso sexual: una esposa buena y decente debía estar siempre dispuesta, pero de manera desapasionada. El deber era entregarse, complacer a sus maridos y tener hijos. Toda pasión había de ser canalizada a través de la maternidad.

Margolis señala otras influencias culturales en el silenciamiento del deseo sexual femenino: la costumbre de mantenerse dentro de la casa, a la sombra y preferentemente recostada, deterioraba la salud de estas mujeres y pudo haber sido la causa de la anulación de sus impulsos eróticos. El embarazo, considerado una incapacidad que requería el confinamiento de la futura madre, también debió hacer estragos en la sensualidad femenina. Y qué decir de la moda, absolutamente diseñada para disminuir la libido de ellas (aunque, al mismo tiempo, aumentaba las fantasías masculinas): rígidos corsés atados con fuerza a la altura de la cintura marcaban las formas pero también solían provocar daños internos. Convivir con el dolor y la incomodidad era una buena manera de matar el deseo. Según algunos testimonios, las mujeres debían usar trajes de baño mientras se duchaban y mantenerse casi completamente vestidas durante la relación sexual. Todo esto generó una gran ignorancia masculina sobre el cuerpo de la mujer (y probablemente mucha frustración respecto de la necesidad de disparadores visuales como estímulo de la excitación sexual).

Al mismo tiempo existía la creencia de que un importante grupo de mujeres –que eran vistas como potenciales prostitutas- poseían un ilimitado impulso sexual. Esta población estaba compuesta por “las mujeres pobres de las ciudades, las campesinas más rozagantes y las agraciadas sirvientas” quienes, como señala nuestro analista, “representaban, de alguna manera, a las temidas y a la vez fascinantes brujas de la Edad Media”.

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