El maestro de pintura

El maestro de pintura

Sebastián Rosso | Archivo LA GACETA

EZEQUIEL LINARES. Frente a su pintura “Fusilamiento”, en un catálogo del Departamento de Artes Plásticas de la UNT. LA GACETA / FOTO DE ARCHIVO EZEQUIEL LINARES. Frente a su pintura “Fusilamiento”, en un catálogo del Departamento de Artes Plásticas de la UNT. LA GACETA / FOTO DE ARCHIVO
11 Julio 2015
- ¿Cuál es el denominador común de la pintura latinoamericana?

- La verdadera pintura latinoamericana es narrativa. Es literaria y lo digo sin tenerle miedo al término. Relata de todo: la temática social como Cándido Portinari, es irónica como en Botero, no siempre es de tono político.

Palabras de Ezequiel Linares en una entrevista publicada en LA GACETA, el 22 de abril de 1984. El pintor volvía de una larga residencia en España, que había empezado cuatro años antes.

“La madre España lo recibe entre ilusiones y dudas”, dijo el crítico Jorge Taverna Irigoyen, en el número que le dedicaron al pintor las viejas ediciones del CEAL. “Allí, Linares, ha vuelto a alimentar con vivencias propias su dibujo y su pintura”. Europa parece haber ahondado en él, el sentimiento de pertenencia al continente latinoamericano, “hoy mi situación no es la misma que la de las generaciones que me precedieron. Ellos vinieron a buscar la panacea, el Olimpo Cultural en el cual integrarse, o del cual beber la sabiduría que iba a impregnar para siempre el sentido de su obra. Yo vivo en Europa como un período de espera, como una toma de distancia, para objetivar mejor lo que nos distingue, lo que nos caracteriza”.

El maestro

Aunque Linares no fue expulsado ni cesanteado, como otros docentes de la Facultad de Artes, los oscuros momentos que se vivían en el país, al momento de su partida, hicieron que su ausencia fuera sufrida como otro exilio, por él y por la comunidad artística. “En Tucumán, hace más de veinte años tuve por cierto mi destino de artista latinoamericano. Ese Macondo de nuestro país me hechizó de tal manera que olvidé todo en él, me sumergí en esa fibra de tierras calientes y exhuberancia vegetal, de historias creíbles e increíbles pero todas ciertas”. Lo dijo en algún momento y algún lugar. Llegó a ser repetido en tantas reseñas de su biografía, que se convirtió en uno de los párrafos más citados por la exigua historia del arte tucumano.

Había sido contratado por la Universidad en 1962, para la jefatura de la Sección Pintura del Departamento de Artes de la UNT, y se transformó en un maestro de artistas. El mote de “maestro” en el ámbito artístico no era un título oficial ni académico, era una jerarquía comunitaria con la que se designaba simbólicamente a quien podía enseñar no sólo una técnica, sino también una forma de ver. Una forma de traducir las ideas y los sentimientos a imágenes. Se otorgaba a quien se asumía como modelo de artista y ejemplo de sensibilidad. También se lo usó con algunos pocos más: Dante Cipulli, Aurelio Salas o Gerardo Gucemas. Pero él reinó por sobre todos. Esa cualidad de maestro se vio engrandecida, incluso, por otros atributos de docente que lo acercaban a la figura de un padre. En un documental en su homenaje, subido a YouTube, el pintor Eduardo Joaquín, quien también fue su discípulo y compañero de docencia, relata la inmensa capacidad para encontrar valores artísticos en sus alumnos. Incluso en aquellos que parecían carecer por completo de talento.

Era elegante, un seductor, un dandi. Fue respetado y copiado por varias generaciones. Su influencia perduró décadas. Hasta fines de la década de 1990. Aún con la aparición de las primeras manifestaciones de arte conceptual y contemporáneo, a las que, con la altura de un dios benevolente, nunca se opuso. Cuando otros se rasgaban las vestiduras o declamaban la decadencia del arte, él los apoyaba. Los “nuevos”, los que parecían desembocar en las antípodas de su arte, también lo amaban. Murió en esta ciudad, el 20 de abril de 2001, y nadie más fue llamado maestro.

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