El puente de las bofetadas
Se sube al colectivo al 2.700 de la Mate de Luna. Más o menos. Pone su cajón con panes de elaboración artesanal. Más o menos. Toma aire y se dirige a la circunstancial audiencia del 102, previo permiso del chofer. Más o menos. Con dicción perfecta de un joven formado en una escuela que desentona con su ropa, se flagela, verbalmente, de manera impiadosa. Resume, sin hesitar, todo lo que ha perdido por su adicción a las drogas. Ojalá sólo hubiera pagado dinero: el infierno le costo familia, amigos, un amor y el futuro. Está vivo porque encontró a Dios, confiesa. Más o menos.

La escena es reminiscencia de El ciego que se hacía abofetear en el puente, compilado en incontables antologías de cuentos para adolescentes y primer contacto de muchos con los escritos de Las mil y una noches. Más o menos. El no vidente con el cual el se topa Harun al-Rashid en Bagdad también es un hombre educado, dedicado al comercio. Él le cuenta al califa la historia de su perdición por la adicción a la riqueza. Un derviche le contrató todos sus camellos para cargarlos con los tesoros subterráneos, ocultos para el ojo, mas no para su pomada mágica. Se repartirían el botín por igual. Pero el comerciante, primero, pidió más de la mitad; luego, lo reclamó todo; más tarde, solicitó probar el ungüento en un ojo; y, al final, en el otro. Ahí perdió la vista. Desde entonces, subsistía de la caridad. A cambio de limosnas, se ofrecía para la cachetada. Más o menos.

Pero hay un ruido en el paralelismo entre esos hombres que declaran haber perdido tesoros incalculables. No lo provoca la circunstancia de que uno de los protagonistas ha perdido la vista y el otro no. Ni siquiera el hecho de que uno sólo tiene vida en una ficción milenaria, mientras que el otro existe en Tucumán. La incongruencia radica en que el ciego que se hacía abofetear en el puente de Bagdad obtuvo misericordia; el tucumano que se azotaba en el transporte público, no.

El “emir de los creyentes”, tras oír la historia, ordenó que de su tesoro personal se diera al no vidente 10 dracmas diarios para garantizar su subsistencia, dado que la penitencia pública ya había sido demasiado castigo contra la avidez de sus ojos. Más o menos. El vendedor del 102 se bajó al 2.100 de la Mate de Luna con la misma carga con que había subido. Ni un solo pan menos. Ni un devaluado peso más.

Antes de seguir su marcha, el quinto califa de la dinastía abásida bendijo al mendigo. Antes de dejar el ómnibus, el comprovinciano que no pudo ver gesto alguno en los caminos de la generosidad arrojó un “Dios los bendiga”. Más o menos. Toda una cachetada de ironía.

El colectivo no levantó a nadie en esa parada. Siguió viaje con los ciegos que se hacían abofetear bajo el puente peatonal de Mate de Luna y Amador Lucero.

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