Finis terrae
Y entonces, me acordé del mar. Me sorprendí porque estaba lejos de cualquier playa salada. Después me di cuenta de que, en realidad, estaba cerca del recuerdo. De la memoria acerca de la primera vez que vi el océano. De aquella tarde cuando me ahogó. Porque lo conocí de grande. Cuando tenía 19 años. Hace 19 años. Antes, los descansos estivales habían sido en la montaña. Para el alivio de la disnea materna. Para el regocijo del andinismo paterno. Después, todos los recesos fueron (cuando fueron) cerca de la espuma. Y de la arena. Para calmar la sed de todo náufrago de la tierra firme, esperanzado en ser rescatado por alguna marea. Pablo Neruda lo sabía: todo río va hacia el mar sólo para anudarle su lamento obstinado.

Aquella vez fue como esta vez. Ahora también estaba en un límite. En este caso, con Brasil. En el Parque Nacional Iguazú. Caminando. En la estación del tren interno, un cartel decía que la distancia por recorrer de a pie era de 1.100 metros. Casi todos sobre una pasarela de metal. Casi todos atravesados por aves con exceso de vanidad y por coatíes con exceso de confianza. Hasta que en los últimos 10 pasos irrumpió ese escenario de soberbia infernal. Hasta que surgió, de repente, esa catarata de estremecimientos.

Y entonces, me acordé del mar. De la caminata hacia él. Del rumor a curiosidad que llegaba desde más allá de la duna. De la trepada al médano de la ansiedad. Y de su aparición. Brutal. Inabarcable. Nada como esa oceánica frontera, sentí. Porque toda costa es, en sí misma, un finis terrae. El mar es el límite mismo entre el fin de la tierra y el comienzo del cielo.

Nada como eso, creí. Hasta esta vez. Frente a esa caída de agua descomunal. Que engullía cualquier capacidad de asombro. Que regurgitaba bruma de agua dulce en forma de llovizna. Ahí también se acaba el mundo. Por algo es la Garganta del Diablo.

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