El peligroso encanto de ser periodista*
JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ. “El periodismo está para descubrir, pero también para pensar”.
Los poderes de turno y los nuevos populismos de derecha y de izquierda nos quieren ubicar en el lugar de un oficio maldito. Y yo les digo: ¿qué mejor y más estimulante lugar que ése? No queremos ser un periodismo previsible, cristalizado, domesticado y gris, sino un oficio maldito. Un oficio que es una verdadera maldición para los que mandan o para los que miran para otro lado.
Por Jorge Fernández Díaz
Mientras dicen que estamos en decadencia, piensan que somos un gran peligro para sus poltronas y enjuagues. He aquí una paradoja reveladora: ni las redes sociales ni la tecnología nos han reemplazado. La evidencia más grande es, justamente, que nos combaten con denuedo desde el poder. “No odiamos lo suficiente a los periodistas”, ha sido la consigna de nuestro presidente, mientras sus trolls nos decían “viejos meados” y “decadentes”, y nos llenaban de insultos intimidantes. ¿No es gracioso? Bueno, sólo si apartamos el hecho de que es gravísimo para la libertad de expresión y para la democracia, sólo si olvidamos por un momento lo que hemos sufrido en carne propia, admitamos que sí resulta al menos tragicómico este contrasentido de ser despreciados y temidos al mismo tiempo. Hay tanta voluntad de hundirnos en la autocensura que no podemos sino pensar que esta voluntad es directamente proporcional a lo peligrosos y relevantes que somos. Es una buena noticia. Para la democracia y para la libertad. Seamos entonces, con alegría, un oficio maldito.
El otro peligro al que aludo en el título de estos breves apuntes debe mucho a la comunicación política de los gobiernos, que anteponen el relato a la gestión. Los periodistas, con sus investigaciones explosivas y sus tramas secretas, corroen las máscaras doradas del poder y desmontan esa narrativa oficial, y por eso es que son un peligro. Y no sólo los periodistas de datos, sino también los de interpretación: si el juego es crear una narrativa y un sentido desde los aparatos del Estado, las corporaciones privadas y los partidos políticos, el articulista que desmonta esas falacias con sus razonamientos es, por lógica, el enemigo público número uno. Se puede mentir con silencio, con hechos adulterados, con manipulación estadística o generando argumentos falaces: los gobiernos son ahora grandes máquinas de literatura ficcional, y nosotros estamos aquí para rebatir con veracidad y sentido común esas invenciones perniciosas.
Luego el periodismo está en peligro por la enorme dependencia de su propia audiencia tribal, aquella que no le perdona la libertad de llevarle la contra. En la primera crisis que nos produjo Internet, se nos dijo que la clave para sobrevivir era crear un club de lectores, una audiencia fiel a la que dirigirnos y a la que proveer información y novedad. Lo estamos haciendo, y algunos medios importantes ya han pasado la rompiente y logrado la estabilidad económica: la curiosidad es que se instaló en algunos periodistas la peligrosísima idea de que debemos complacer siempre y en todo momento a nuestro público. Y casi a cualquier precio. Eso lleva a pensar que, en el periodismo, el público –como el cliente- siempre tiene la razón. Y eso no es cierto. El cliente, en este negocio de la verdad, no siempre tiene la razón. Y ese malentendido acobarda al periodista, lo vuelve demagógico y complaciente con su grey. Y el periodista que quiere el éxito siempre y en todo lugar no se atreve entonces a molestar a sus propios lectores u oyentes con hechos a contracorriente y verdades incómodas. Cuando uno le entrega a ese nuevo “monarca”, que es la audiencia, todo el poder, cuando uno vende su alma a su tribu, debe vivir bajo el yugo de esa dictadura, abrazar sus prejuicios, ceñirse a su único sentido y dejar de pensar. Y cuando deja de pensar se vuelve lo peor: cómplice, aburrido y faccioso. Quien para tener éxito entrega el prestigio, más temprano que tarde perderá el prestigio y también el éxito.
El periodismo está para descubrir, pero también para pensar. Y en momentos en que la democracia liberal vira hacia autocracias o a “democracias de extremo” con hegemonías tentativas, pensar es pensar contra las polarizaciones. Pensar y actuar sin dobles raseros, informando hasta lo que duele. Pensar para reconstruir la conversación pública, que está rota. Y sin conversación pública no hay democracia. Ahí el periodismo tiene una responsabilidad; si no la acepta puede ser muy dramático para todos: para los hombres de prensa, pero principalmente para los ciudadanos de a pie.
*Fragmento del discurso del autor en en el marco de la inauguración de la Conferencia Latinoamericana de Periodismo de Investigación (Colpin) y el 20° Congreso Internacional de Fopea, en Buenos Aires.






