Pocos domingos son tan oportunos como este para evocar la figura del sacerdote Gregorio Funes, a quien no pocos evocan como “el profeta de la Revolución de Mayo”. Por esas felices coincidencias del destino, él había nacido un 25 de mayo: el de 1749. Su familia de origen estaba estrechamente vinculada con la Compañía de Jesús; y si el religioso es mejor conocido como Deán Funes es porque le correspondía ese cargo en su condición de canónigo a cargo de la Universidad de Córdoba. Fue su rector a partir de 1807 (40 años después de la expulsión de los jesuitas), así como también del Colegio de Monserrat, donde se había ordenado cuando joven.
Así como el domingo pasado se conmemoró otro aniversario de su natalicio, el próximo sábado se celebrará en la Argentina el Día del Periodista. Esa fecha, y quienes se desempeñan en el ejercicio de esa profesión, tienen una histórica deuda de gratitud con el cura Funes. La fecha se instituyó en homenaje al primer diario que circuló a partir de la etapa emancipatoria de nuestro país: La Gazeta de Buenos-Ayres, fundada por Mariano Moreno en 1810. Y dirigida por Funes desde abril de 1811. Pero el tributo al deán cordobés no tiene que ver con su tarea de editor, sino con un legado imperecedero que, inclusive, tiene jerarquía constitucional en este país: la libertad de expresión.
Pensar libremente
“Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio; a saber: de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad; de asociarse con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender”, establece el artículo 14 de la Constitución Nacional desde 1853. La garantía “madre” de la libertad de expresión en la Argentina es, precisamente, el derecho a publicar sin previa censura y ese principio encontró inspiración, 40 años antes de ser consagrado en la Carta Magna, en un histórico discurso que Funes pronunció en la Junta Superior de Gobierno (mejor conocida como “Junta Grande”) el 20 de abril de 1811.
“Es cosa averiguada, que sin la libertad de la prensa no puede haber libertad en pensar, y que las costumbres y conocimientos siempre padecen notable atraso”, comienza su alocución. Esa conexión entre libertades es tan imperecedera como universal. En ese ensayo canónico de la ciencia política contemporánea titulado ¿Qué es la democracia? (Taurus, 2003, Buenos Aires), Giovanni Sartori remarca: “La libertad de pensamiento postula que el individuo pueda abrevar libremente en todas las fuentes del pensamiento y también que sea libre para controlar la información que recibe en forma escrita y oral. Ello carece de valor si no está basado en un anhelo de verdad y de respeto por verdad: la verdad de lo que efectivamente sucedió, de lo que es cierto que se haya escrito o dicho”.
Propiedad
En su mensaje, Funes avanza en una segunda conexión: así como los bienes materiales son parte del patrimonio de una persona, el conocimiento también es una “propiedad” para los seres humanos. Y puntualizará que así como pueden perpetrarse delitos con los inmuebles, también se puede abusar de la libertad de prensa e infringir la ley. Pero así como el propietario de una casa no pide permiso a un magistrado para enajenarla, tampoco los ciudadanos deben pedir autorización a las autoridades para difundirla. “La sagrada ley de propiedad, de que el hombre es tan celoso, igualmente se extiende a la plena posesión de su persona, de sus facultades físicas, de sus talentos, y de sus bienes. Entonces se dirá que es propiamente dueño de estos dones, y que goza de una seguridad perfecta, cuando con entera libertad puede usar de ellos, sin otros límites que los que le prescribe la justicia. En el ejercicio de los derechos que corresponden a cada individuo su persona, sus facultades físicas y sus bienes, puede haber grandes abusos; pero las acciones a que se termina ese ejercicio no caen bajo la inspección de la ley hasta que llegan a ser delitos: por consiguiente, si a pretexto de precaverlos se adelantase el magistrado a coartar ese ejercicio, cometería un atentado contra la propiedad individual de cada ciudadano. ¿Qué vendría a ser aquel Estado donde, para moverse y disponer de sus bienes, fuese necesario consultar siempre la voluntad de un superior? Este sería sin duda el de un déspota homicida cuyo aliento hubiese esparcido el frio de la muerte”, define.
“El hombre puede abusar también de las facultades de su espíritu, y provocar contra sí la severidad de la ley; pero no es menos acreedor a que se respete su libertad de pensar, ni sería menos funesta su suerte, con una razón aprisionada por la arbitrariedad de un magistrado. Por su facultad de pensar, él hace esfuerzos para salir de los estrechos límites a que parece hallarse condenado. Mas difícilmente llegaría a conseguirlo bajo un magistrado que, con la cuerda en la mano, mide a su antojo la distancia de su vuelo”, contrasta.
Sartori, en el ensayo citado, también reconoce que las libertades que están siendo reivindicadas pueden ser malversadas, pero que ello de ninguna manera justifica coartarlas. “Si falta la base de este valor —el respeto y la búsqueda de la verdad— la libertad de pensamiento fácilmente se convierte en libertad de mentir y la libertad de expresión deja de ser lo que era. No podemos impedir de modo alguno que la libertad de pensamiento y de expresión se transformen en libertad para propagar lo falso; no obstante, tenemos el derecho, y también el deber, de pensar mal”.
Prensar
Funes, ante la Junta Grande, tras reconocer los riesgos, destaca que el aporte de estas libertades al progreso de su época (la Modernidad) es inestimable. “Jamás se vio más socorrido el espíritu literario que cuando vino en su auxilio la inmortal invención de la prensa. Este utilísimo descubrimiento que hace honor a un siglo, fue el que dio un impulso rápido al curso lento y tardío de las letras; por cuanto, abriendo un camino fácil de comunicación, hizo al hombre ciudadano de todo el mundo, contemporáneo de los tiempos más remotos, y depositario de todas las riquezas literarias que acumularon los siglos. Es cosa clara que si el uso de la imprenta se sujeta a trabas arbitrarias vendrá a causarse tanto atraso a las ciencias, cuanto causa al comercio el sistema reglamentario de las aduanas. Esto es precisamente lo que sucede cuando el ejercicio de la prensa cae bajo la autoridad del gobierno, sin cuyo previo permiso nada puede darse a la estampa”, advierte.
Los que reniegan
No sólo con claridad, sino directamente con clarividencia, Funes se anticipa a chicanas vacías, como la muletilla boba que pretende el conocido reduccionismo de que “la libertad de prensa es, en realidad, libertad de empresa”. La libertad de publicar no implica impunidad de publicación. Los medios y los periodistas son responsables de lo que difunden. Ese es su deber y, en el caso del periodismo profesional, es sobre todo su derecho. Por el contrario, resulta curioso que quienes más reniegan de la libertad de prensa son, precisamente, quiénes sí gozan de una libertad de expresión exacerbada: los miembros de los poderes legislativos no pueden ser molestados por sus dichos en el ejercicio de sus funciones. Los miembros de los poderes ejecutivos, en tanto, gozan de privilegios procesales que les permiten decir cuánto quieren sin que deban responder por ello ante los tribunales. Ellos tienen, literalmente, inmunidad de palabra. Pero demonizan la libertad de prensa.
“Pero la libertad a que tiene derecho la prensa no es a favor del libertinaje de pensar: es sí a favor de la ilustración, y de aquel albedrío que debe gozar el hombre sobre el más privilegiado de sus bienes. Es para que tenga el mérito de haber pensado bien, y no para que halle un indulto a sus errores. Semejante condescendencia con el vicio jamás se ha tenido en ninguna nación culta, donde la prensa ha gozado de libertad. Solo ha sido para que su ejercicio no sufra la servidumbre de un déspota, que dando o negando su consentimiento se haga árbitro de las luces, y de los derechos del hombre”, puntualiza.
El miedo
La libertad de prensa, postulaba Funes en 1811, es inversamente proporcional a los intereses autocráticos. Dos siglos después, Sartori establecía iguales parámetros. “Agrego que la libertad de expresión, la libertad de exteriorizar lo que pensamos, presupone una ‘atmósfera de seguridad’. No basta que la libertad de expresión sea tutelada por el sistema jurídico; también es necesario que no haya temor. Allá donde existen intimidaciones y donde desviarse de la ortodoxia dominante nos pone en penumbra (si no es que al margen), la libertad de expresión se vuelve anquilosada y, en consecuencia, la misma libertad de pensamiento es deformada. Con la excepción de pocos héroes solitarios, quien teme decir lo que piensa acaba por no pensar lo que no puede decir”, describe el politólogo florentino.
“Reducida pues la cosa a términos más precisos, debemos decir que es debida la libertad de imprimir bajo la responsabilidad de la ley, y que no debe hallarse sometida a una licencia anticipada del gobierno”, sintetizó Funes.
Dos días después de su discurso, La Gazeta de Buenos-Ayres, en una edición extraordinaria, publicó el “Reglamento de Libertad de Prensa” de la Junta Grande. Los argumentos del decreto no aparecen: están contenidos en el discurso del deán, que también están impresos en ese número.
Huelga decirlo, la norma no escapa al contexto de su época, como tampoco el rector de la Universidad de Córdoba. Él, en su condición de sacerdote, traza una primera “excepción de la regla” respecto de la libertad de prensa: “Esta es de los escritos que tratan de religión”. Pero ello no opaca la figura de Funes. Todo por el contrario.
Soberanía y libertad
En el Cabildo Abierto del 25 de Mayo de 1810, la voz más decidida en contra de la formación de un gobierno criollo fue la de un religioso: el obispo de Buenos Aires, Benito Lué y Riega. Funes, en cambio, adhirió al movimiento revolucionario ya en 1809, a instancias de dos amigos suyos que eran primos: Manuel Belgrano y Juan José Castelli. Justamente, su defensa de la libertad de prensa también se fundaba en su interés de que se propagaran las ideas que habían inspirado y sustentado no sólo la gesta de Mayo, sino también las de la Revolución Francesa (1789) y la Revolución Norteamericana (1776). Pero Funes no fue un teórico: fue el principal defensor de incluir a los diputados de las provincias en la Junta Grande. Y lo logró. Luego sufriría la calumnia y la persecución. Pero nunca claudicó en su clamor de independencia.
“En el pueblo es en el que reside originariamente el poder soberano”, dijo en su discurso del 20 de abril de 1811. Esa soberanía, hizo hincapié, reclama acceso irrestricto a las ideas y las opiniones. “El tribunal de la opinión pública debe estar siempre abierto para que se haga notoria la voluntad general. Este tribunal es la prensa, y la señal de que sus puertas están francas, es la libertad”.
La fuerza de sus ideas es tan notable como su vigencia, sobre todo en tiempos en que el periodismo es demonizado. Como advirtió Sartori, la “opinión pública” es sólo “opinión” porque el gobierno del pueblo no es un gobierno de filósofos, como anhelaba Platón. “A la democracia sólo le basta que el público tenga opinión”, advirtió el pensador italiano. Y es “pública” porque está referida a los asuntos de la cosa pública. La libertad de expresión es para la democracia como el agua que busca la sed. Gregorio Funes lo sabía, y lo decía, hace más de 200 años, cuando ayudaba a fundar este país.
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