La debacle aún puede revertirse
A propósito del Bicentenario de la Independencia, este año también se cumplen 100 años del comienzo de la decadencia de la capital del norte argentino.

La fecha testigo es el 23 de septiembre de 1916, cuando se inauguró el Parque 9 de Julio, la última gran obra medioambiental de la ciudad.

Ese mismo día, en coincidencia, también se inauguró la debacle: de las 400 hectáreas originales proyectadas para el parque (59 más que las 341 del Central Park de Nueva York) se habilitaron apenas 100. Y a estas 100 las fueron fagocitando lenta pero implacablemente, hasta llegar a la actualidad, donde más de un tercio del pulmón verde está ocupado por construcciones inexplicables: un autódromo, clubes privados, instalaciones universitarias, bares y restoranes, entre otros urbanicidios.

Algunas calles del paseo funcionan como verdaderas avenidas, con velocidades por encima del los 70 kilómetros por hora y un tránsito que hasta llega a congestionarse en algunos sectores.

Hace un siglo la ciudad tenía unos 150.000 habitantes. Hoy, el área metropolitana tiene seis veces más, con cada vez más tránsito, más cemento, menos verde, más contaminación, peor transporte público, servicios públicos que colapsan por todas partes, y un índice de calidad de vida que no deja de descender. Abundan informes urbanísticos, estudios ambientales o notas periodísticas que advierten acerca de que esta ciudad marcha sigilosamente hacia el desastre.

El modelo urbanístico que se va imponiendo es el de la construcción desaforada y sin planificación, como le ocurrió al Distrito Federal, en México, ciudad bellísima pero absolutamente colapsada, contaminada, anárquica, e insalubre por donde se la mire. Lo mismo le ocurren a la mayoría de las urbes latinoamericanas, africanas y asiáticas, salvo excepciones, que crecen al ritmo de los empobrecidos mercados y con pésimas administraciones.

Con casi 30 millones de habitantes, para el DF ya es tarde. Es una ciudad inviable y militarizada, porque la inseguridad también es una consecuencia directa e inevitable del descenso de la calidad de vida. Los mexicanos ahora están implementando una batería de medidas para menguar los daños, porque revertirlos ya es imposible. El problema es que en una metrópolis de esa envergadura cada medida que se toma, por más pequeña que sea, representa millones de dólares de inversión.

No ocurre lo mismo en el Gran Tucumán, donde aún se está a tiempo de salvar al “Jardín de la República” y evitar llegar a ese modelo de ciudad, con kilómetros y kilómetros de barrios cementados y empobrecidos, sin árboles, contaminados, inseguros y con carencias y deficiencias básicas.

La nueva Legislatura se erigió sobre una plaza emblemática de la ciudad, donde supo funcionar la caballeriza del ejército en el Siglo XIX. Sólo un ejemplo entre tantos de cómo se piensan aquí las cosas. Menos plazas y más gente y tránsito caótico en el centro; más edificios sin obras de infraestructura necesarias; más barrios en los pulmones verdes, como seguramente le ocurrirá al esquilado Parque Norte, donde se terminará imponiendo algún negocio inmobiliario, a juzgar por la impronta de la última década alperovichista.

Yerba Buena rompe récords por ser la ciudad que más creció en el país en los últimos años. De a poco se va cementando y avanza sin pausa sobre el cerro. En idéntica dirección “prosperan” los flancos norte, sur y este de la ciudad.

Si bien ya se han producido pérdidas irrecuperables, como las 300 hectáreas que se le asfaltaron al Parque 9 de Julio, las edificaciones en el piedemonte y en los pulmones que aún quedaban o los cursos de agua que se hormigonaron y no se respetaron, Tucumán está a tiempo de revertir esta debacle y focalizar sus objetivos hacia modelos de ciudades más sustentables y con mejor calidad de vida.

Tucumán no cuenta con los millones del DF o de Buenos Aires, pero tiene la ventaja de que con medidas económicas y simples se puede provocar un cambio realmente revolucionario. No se necesitan administraciones millonarias, se necesitan administradores audaces y creativos, algo de lo que hemos carecido sistemáticamente.

Ni siquiera es necesario inventar la rueda, con copiar (bien) lo que funciona en otras ciudades similares a la nuestra, alcanza.

Recuperar el curso del río Salí y sus costaneras para transformarlas en el parque más grande de la ciudad es viable y forma parte de un proyecto demorado sólo por falta de decisión política.

Peatonalizar de a poco más y más calles del microcentro y de otras zonas recreativas, históricas o de interés es una tendencia mundial con enorme éxito. Inversión total: unas cadenitas en algunas esquinas.

Desalentar el uso del automóvil privado es otra tendencia en muchos países, mediante restricciones en algunos casos o de incentivos, en otros. En algunas ciudades, como Nueva York, premian a las empresas que promueven el uso de la bicicleta entre sus empleados, instalando duchas o flexibilizando los horarios, por ejemplo.

La creación de bicisendas, recreativas y también de traslado por algunas calles estratégicas que comuniquen toda la ciudad es ya obligatorio en el primer mundo. ¿Inversión? algunos litros de pintura y controles estrictos.

Promover la forestación pública y privada, recuperar espacios verdes que aún pueden salvarse y subsidiar lo más posible el uso del transporte público. El boleto estudiantil municipal es un buen ejemplo, pero insuficiente para una ciudad cuyo principal transporte público y más popular es la moto. Favorecer transportes alternativos y ecológicos, como el tren urbano, proyecto factible y no muy costoso, cajoneado por mezquinos intereses.

Las bicicletas de uso público con paradas fijas han dado muy buen resultado en muchas ciudades. El Parque 9 de Julio podría ser la bicisenda recreativa más grande de la Argentina, en vez de una pista de autos y motos. Otra vez, unas latas de pintura, unas cadenitas y decisión política.

Algunas pueden ser medidas permanentes y otras transitorias. En el Distrito Federal, por ejemplo, a falta de parques y plazas, los domingos se cierran varias avenidas del centro y se transforman en corredores de salud. Miles y miles de mexicanos corren, caminan, circulan en rollers, patinetas o bicicletas, en un espectáculo popular realmente impactante.

El Siglo XX ha demostrado el pésimo negocio que es organizar una ciudad en torno del automóvil y las fortunas que se ahorran desalentando su uso. Daños por accidentes, muertes o vidas mutiladas, millones gastados en salud pública y privada, contaminación atmosférica y sonora, millones quemados en combustibles fósiles, más gente estresada y horas y horas perdidas en embotellamientos. Y cada persona que deja un auto y se sube a una bici también genera ahorros en salud, descongestiona la ciudad y se transforma automáticamente en una persona más tranquila y contenta, además de más sana.

Cualquier inversión que se realice para reducir el parque automotor no es un gasto, es ahorro inmediato.

Si al menos los administradores no terminan de entender los beneficios de elevar la calidad de vida de una ciudad, deberían interesarse por los millones que pueden ahorrar. Tal vez esto sí los estimule.

Necesitamos gobernantes audaces, creativos y sin miedo a los cambios, pero también una sociedad comprometida y movilizada, que sepa imponer sus intereses pese a que la política le de la espalda. La salud de una ciudad es el espejo de la salud de sus habitantes.

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