El silencio

El silencio

El silencio traza el camino a lo sagrado. Lo exigen la meditación, la ascesis y las devociones propias de la vía mística. Hay por eso comunidades religiosas que hacen prácticas de largos períodos de silencio, al que no violan bajo ningún concepto

14 Febrero 2016

Fragmento de Poética de lo sagrado*

Adolfo Colombres - Para LA GACETA - Tucumán

Cuando una persona acaba de morir, dice Dominique Sewane a propósito del país tamberma, de Togo y Bénin, sus parientes próximos no salen a propalar la noticia, sino que comienzan por callar de un modo tajante, sin responder siquiera a quienes les formulan preguntas. Las personas que se van acercando al lugar se suman a él, con lo que este adquiere así la potencia de lo sagrado. Es que toda muerte se considera sorpresiva, y representa la desgracia. Frente a ella, no cabe más que el silencio.

En la educación de los bambara, los dogon y otros pueblos de África, no solo se enseña a dominar la palabra, sino también los silencios, ya que sin ellos nada podría aquella. El silencio es la sombra que envuelve a la palabra, afirmando su dignidad, su valor numinoso. Todo sonido requiere una ausencia de sonidos, y la magnitud de dicha ausencia ha de guardar proporción con la del sonido. Tal concepción de los bambara lleva a Dominique Zahan a sostener que para este grupo étnico el verbo verdadero, la palabra digna de veneración, es el silencio. Todo sale del silencio, y es en él donde se produce el movimiento. “Si la palabra construye la aldea, el silencio edifica el mundo”, reza un proverbio bambara. Y otro afirma: “Si la palabra te quema la boca, el silencio te curará”. El silencio es además el mejor indicativo de vida interior, de capacidad reflexiva, de todo lo serio que hay en la existencia, y también de que se cultiva el secreto: “El secreto pertenece a quien calla”, remarca otro proverbio bambara, etnia que hace de la sobriedad verbal un valor eminente. La infancia se teje en ella en un clima de silencio, de confidencias que se hacen a las escasas personas que pueden entender su sentido pleno. Las verdades van siendo reveladas gradualmente, como grandes secretos, en la medida en que el oyente está en condiciones de recibirlas. Guardar silencio significa entonces guardar la palabra, y también potenciar al verbo, el que desatará la acción que habrá de coronarla con el principio de verdad. Un proverbio de Malí dice: “Aprende a escuchar el silencio y descubrirás la música”.

Se podría decir que el silencio construye el sonido. Rodea por eso a la palabra como un complemento imprescindible, reforzando su significado y su belleza. Moisés precisó vagar cuarenta años por el desierto, pasar por semejante fragua de soledad y silencio, para que Dios le hablara de su Ley. En la India, el signo Om, el que es, como se dijo, el más sagrado de los sonidos, por remitirse a la vibración de la energía cósmica que precede al universo de lo creado, se compone de tres elementos fonéticos y otro de silencio, considerado fundamental. Para los tupí-guaraní, el silencio es el sonido de los sonidos, la esencia de todo, y también la séptima vocal de su lengua.

Es que más que una mera ausencia, que un vacío sonoro, el silencio es una realidad cargada de sentido, en la que germina la palabra. También se podría decir, invirtiendo los términos, que es la palabra la que crea el silencio, para poder resaltar su propio valor. Sin un fondo de silencio que opere como un aura, la palabra se queda muda, por más cargada de verdades que esté. Al recitar El Corán, los musulmanes intercalan hondos silencios entre un versículo y otro, para destacar el carácter milagroso de la irrupción de la palabra. Los versículos de la Biblia tienen también un propósito semejante.

Por cierto, el silencio no posee el mismo valor en todas las culturas, y en el marco de cada una de ellas su sentido varía según la situación que lo motiva. Por lo general, las culturas que valoran poco la palabra no otorgan al silencio una especial significación. En la medida en que la modernidad occidental vacía a la palabra de sentido mata al silencio, para que este no venga a evidenciar el ruido desafinado de sus chatarras, esas voces que se suceden sin sentido, inventando rituales sin fuerza para sus pobres fetiches. David Le Breton afirma que el silencio deviene hoy un vestigio arqueológico. Los medios de incomunicación procuran evitarlo, pues deja al receptor una brecha temporal para pensar en los mensajes huecos y falsos con que lo abruman. El imperativo es hablar de todo sin elaboración previa alguna, y el éxito de este tipo de discurso depende de la velocidad con que se suceden sus frases. Si en ellas hay un esbozo de sentido, lo ahoga la profusión. A Isak Dinesen le llamaba la atención en Kenya el especial sentido de la pausa que tenían los kikuyu, al que calificó como un arte. Registraban lo que se les decía, lo pensaban bien y respondían un tiempo después.

Hay un silencio opresivo, que el poder impone como una forma de sumisión. Se prohíbe hablar, y quien lo hace puede perder la libertad, el trabajo y hasta la vida. La palabra cargada de sentido resulta subversiva y molesta, pues pone en relieve el ruido desafinado de la palabra falsa. Hay hasta regímenes enteros fundados en este tipo de silencio. Así, los turcos, por ley, prohíben mencionar el genocidio armenio, bajo pena de cárcel. Aunque sin apelar a este extremo, los medios concentrados reducen al silencio a quienes se oponen a ellos, desnudando los intereses económicos que subyacen en las “verdades” por las que se rasgan las vestiduras. Los dogon distinguen entre el silencio voluntario, que proviene de la ausencia de un impulso de hablar, o de un deseo de retener las palabras por juzgarlas inapropiadas para la ocasión, y el silencio que se nos impone, la palabra cortada, que suscita rabia, resentimiento, y afecta al hígado.

Kierkegard consideraba al silencio un tipo de catarsis que permite restaurar plenamente el valor de la palabra. Se podría decir que este es un oasis donde el hombre pensante se refugia, para eludir el zumbido de un lenguaje corrompido por los mercaderes mediáticos. Sus engendros amalgaman tragedias inventadas con hechos policiales amarillistas, con los que se busca conmover a cualquier precio al receptor, para distraerlo de lo verdaderamente trágico. Esta cháchara vana e interesada toma así el lugar de las conversaciones profundas de antaño, en las que no faltaban la crítica fundada ni posiciones políticas correctas. El grado cero del silencio no existe hoy más que en lo que resta de la naturaleza, en las altas montañas, en el interior de las selvas y los desiertos. El canto de los pájaros y el soplo de la brisa no lo interrumpen, sino que más bien fortalecen su sentido, llevándolo a la plenitud. También lo potencia el leve sonido de nuestros pasos en la hojarasca o en la arena, los latidos del corazón y el ritmo de la respiración, que vienen a recordarnos que existimos y estamos allí, celebrando al silencio. Este nos conduce al interior de nosotros mismos, en un ejercicio depurador que nos hará sentir, por extensión, la existencia de otros seres.

Gaston Bachelard apareja el silencio a la inmovilidad, pues en la movilidad, dice, el silencio puro peligra, se muere. Si bien la inmovilidad suele ser relacionada por la teoría clásica con lo sagrado y la eternidad, vimos ya que no se puede despojar de todo rumor al silencio puro, y al hablar de la eternidad dijimos que esta puede admitir también una breve movilidad, al igual que el mito y todo lo sagrado.

© LA GACETA

* Colihue.

Adolfo Colombres

Escritor y antropólogo.

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