Huérfanos en casa
Hace más de un siglo, la literatura inglesa nos regaló un detective amateur capaz de dar prodigiosos saltos lógicos que le permitían descubrir, por ejemplo, a un falso clérigo por el modo de usar la sal de mesa o a un asesino por la caligrafía de una nota.

No... No se trata de Sherlock Holmes, sino de un detective menos célebre pero igualmente eficaz: el padre Brown; un cura provinciano cuyos rasgos pedestres y natural modestia contrastan con su intelecto singular. Este mismo personaje, creado por el escritor británico Gilberth Keith Chesterton, se sorprendía de lo absurdo de un mundo como el nuestro, que valora socialmente más la actividad de un educador que enseña la regla de tres a sus alumnos, que la de un padre que enseña a sus hijos todo sobre la vida. “El educador trata generalmente con una sola sección de la mente del estudiante. Los padres tienen que tratar con toda su vida”, dijo Chesterton en “La sabiduría del padre Brown”.

Y es que aquella inflamada idea de que la educación es importante para el progreso de un pueblo o los acalorados discursos de los políticos sobre las más originales y “modernas” reformas educativas no son más que palabrería hueca, cuando casi ningún sector de nuestra sociedad ayuda a fomentar la forma más universal de enseñanza: la educación en el hogar. Y, para ser sinceros, comparada con ella, la educación pública es realmente estrecha y de corto alcance. No sólo por la manera en la que están implementados los planes de estudio, sino porque no se la apoya desde otros ámbitos. El mismo Chesterton -con la voz del padre Brown- insiste: “El cínico diría que el maestro tiene su felicidad en no ver nunca los resultados de su propia enseñanza. Prefiero limitarme a decir que no tiene la preocupación de tener que estimarla desde el otro extremo. El maestro raramente está presente cuando el estudiante se muere. O para decirlo con una metáfora teatral más suave, rara vez se encuentra ahí cuando cae el telón”. Los padres, en cambio, tienen que estar en todo momento.

Sin embargo, en nuestra sociedad fragmentada y profundamente consumista, los padres están convirtiéndose en sujetos tácitos: están, pero no se los ve. Su presencia casi no tiene incidencia en el devenir de los hijos. Transcurren sus días casi sin dejar huella. A tal punto que, días atrás, el mismo papa Francisco tuvo que salir al ruedo para instar a los padres a implicarse más en las vidas de sus hijos. Y, justo es decirlo, fue bastante duro ya que hasta llegó a advertir que muchos problemas que enfrentan los adolescentes tienen su origen en el hogar. “Son huérfanos en casa”, dijo. Y agregó: “El comportamiento desviado en los adolescentes puede rastrearse hasta la falta de una guía y ejemplo de autoridad en sus vidas cotidianas”.

Parece exagerado ¿no? Pero... ¿y si es verdad? ¿Qué nos queda por hacer? Tal vez lo mejor sería recuperar el verdadero rol de los progenitores. No a la manera antigua del padre-patrón, pero tampoco a la absurda idea -mucho más moderna- del padre-amigo-cómplice; esa que fomenta tanto nuestro arraigado sistema consumista. Hoy, en los medios y también en Internet se hace una exaltación del “padre canchero”; de ese que supuestamente cumple casi los mismos roles que una madre. Pero casi no se habla del “padre presente”. Es decir, ese sujeto que se toma el tiempo para escuchar a su hijo, que habla de sí mismo con él, que vive los momentos más importantes del niño y que se muestra como una sola unidad con la madre, siempre sin perder su principal rol: el de inculcar valores y principios antes que bellas maneras.

El gran novelista francés Honoré de Balzac inmortalizó en “Eugenia Grandet” una frase que sacude el alma. Dice: “Los padres para ser felices tienen que dar. Dar siempre, eso es lo que hace un padre”. En nuestra sociedad hace falta eso justamente: padres que sean sujeto y predicado en la vida de sus hijos; que den un poco más de su tiempo; que estén más comprometidos con su rol que con la imagen de paternidad que venden los medios. Es una tarea difícil, por cierto, pero absolutamente gratificante. Porque, como decía Chesterton (o el padre Brown): “El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia”.

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