Los castigos del fin del mundo

En 1934, el tucumano Ricardo Rojas sufrió, como radical, la persecución de los conservadores fraudulentos de la Década Infame. Las opciones fueron el exilio fuera del país, o el confinamiento en Ushuaia. Ese australísimo confín también era destierro.

En la isla grande de Tierra del Fuego (condenada por el cliché turístico al lugar común de “fin del mundo”), él concibió Archipiélago, un tesoro literario sobre la cosmogonía de los onas y los yaganes. “(Kuanip) dio por fin a los onas preceptos morales para regirse en la vida, fundando en ellos la jerarquía, para que no fuesen gobernados por caciques sino por maestros. Y como vio que en la tierra había hombres perversos, los castigó ejemplarmente: les aplastó las cabezas y les cortó las manos, transformándolos en lobos (marinos) y pingüinos; bestias que aún vagan por las roquerías junto al mar, con una reminiscencia humana en su atroz figura, para recuerdo del castigo que merecieron”, escribió.

Ya no quedan onas y de los yaganes sólo queda una. Pero sigue en pie la cárcel de reincidentes de Ushuaia. El presidio es un no-lugar donde seres humanos fueron deshumanizados a fuerza de vejámenes y torturas, por carceleros que eran criminales con libertad ambulatoria. “Semejante régimen de vida no puede sino bestializar a quienes lo sufren, sin provecho para la sociedad cuando están recluidos, y con peligro para ella cuando salen en libertad”, advirtió Rojas.

El no-lugar fue cerrado por Perón en 1947. Hoy es un museo que testimonia el horror de los castigos ejemplificadores, aunque muchos de sus visitantes, en realidad, deliran por los pijamas que simulan los trajes de los presos. Parece la profecía marxista de que la historia se repite, primero como tragedia, después como farsa. Pero no. En Tucumán, la Justicia acaba de ordenar la libertad de los policías filmados mientras se divertían torturando a un tucumano. La farsa, comparativamente, es un asunto muy serio.

El fin del mundo, como poesía, promete acaso el comienzo del cielo. Pero como historia humana, entraña (con certeza estadística) el principio del infierno. No hay que viajar hasta Ushuaia para encontrarlo.

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